“La diversidad es un rico tapiz… y todos los hilos del tapiz tienen el mismo valor no importa su color” Maya Angelou

 

En pleno siglo XXI y en un día particularmente caluroso, más de 400 jóvenes desfilan felices en trajes medievales negros que han adornado para la ocasión mientras otro grupo de gente vestida con trajes más raros todavía y de diferentes colores les aplaude a ambos lados de la calle peatonal. Las personas paradas a los extremos son mucho mayores que la gente joven desfilando y no dejan de sonreír mientras les aplauden. De vez en cuando alguien grita un nombre acompañado del acostumbrado “¡Felicidades!” y la persona desfilando se voltea y también sonríe en señal de agradecimiento.

 

Las personas jóvenes son estudiantes de Pomona College, la pequeña universidad de estudios de licenciatura (“college” en inglés) donde trabajo en California hace más de 4 años. La gente vestida con trajes locos de colores que parecen salidos de una película de Harry Potter somos sus profesores y profesoras. (Los diferentes colores y estilos representan la universidad en la que cada quien obtuvo su doctorado y la disciplina en que lo obtuvo). Y estamos en la graduación anual de Pomona College, la ceremonia más importante y vistosa de la institución.

 

Después de desfilar entre el profesorado, las y los estudiantes marchan entre sus familias quienes están, como se pueden imaginar, con el corazón saliéndosele del pecho de la emoción mientras filman y toman fotos de cada segundo de este momento tan importante. Luego van a sentarse como ensayaron hace dos días en las primeras filas del público. A continuación, sus profesoras y profesores hacemos lo mismo mientras las familias también nos aplauden (algo que me sorprendió y me alegró muchísimo la primera vez que desfilé el año pasado especialmente porque mi papá y mi mamá estaban presentes) agradeciéndonos por nuestro trabajo enseñando y apoyando a sus hijas e hijos. Finalmente, igual que harán la junta de regentes, la rectora y demás autoridades nos sentamos en el escenario detrás del podio para quedar de frente al público representando el carácter colectivo y diverso de la universidad.

Confieso que, como nerd que soy, las graduaciones son mi ritual favorito. Las bodas también son lindas, los funerales son necesarios y hay muchísimos rituales más (por ejemplo, la rendición de cuentas presidencial, el carnaval o las celebraciones religiosas y mágico-religiosas) a los que asistimos sin muchas veces saber siquiera que es un ritual. Tanto la sociología como la antropología destacan la importancia de los rituales para mantener a las comunidades unidas. Las universidades usan el ritual de las graduaciones porque representa de manera concreta y colorida el logro más importante que, hasta ese momento, han alcanzado sus estudiantes y ayuda a que sus diferentes grupos (el profesorado, el estudiantado, las autoridades y el personal) recordemos todo lo que tenemos en común y celebremos con la misma alegría.

 

Por eso, las graduaciones siempre me han parecido una celebración de la diversidad y de la importancia de la construcción abierta y colectiva del saber. No creo, como creen algunas personas, que la academia y el saber científico son las únicas formas válidas de conocimiento. La sabiduría desarrollada por los grupos marginados como los grupos afrodescendientes, las mujeres, las comunidades indígenas y muchas más es dejada de lado cuando se asume esta visión tan limitada. Pero es un saber con el que me siento identificada porque, a pesar de su pasado tan problemático, el trabajo académico tiene el potencial de ayudarnos a entender (y, por tanto, cambiar) el mundo a nuestro alrededor y siempre ha sido mucho más diverso que lo que recoge la historia oficial. (Por ejemplo, enseñando sociología clásica descubrí que la disciplina también tiene varias mujeres fundadoras incluyendo a la francesa Harriet Martineu y la afroamericana Ana Julia Cooper de las que nunca me enteré haciendo el doctorado).

 

Y en esta graduación en particular, la importancia de siempre contar con un grupo diverso de personas en las decisiones y en la construcción del saber en que esas decisiones se basan fue, por lo menos para mí, el tema de nuestro ritual anual. Primero, por las trayectorias y los discursos de las dos personas que recibieron el grado honoris causa de la universidad: la abogada y experta en derechos civiles Sherrilyn Ifill y la nadadora e integrante del Salón de la Fama, Penny Lee Dean, quien también es egresada de Pomona College. Ifill habló de su trabajo luchando contra la discriminación racial en EEUU y lo importante que es entender el concepto de ciudadanía no como un estatus civil sino como la condición de quienes quieren trabajar por la comunidad. Mientras que Penny Lee Dean nos contó sobre la preparación y disciplina personal que la llevarían a establecer el récord de cruzar a nado el Canal de la Mancha que estuvo en pie para hombres y mujeres desde 1978 hasta 1995 (y su récord de 1976 nadando desde la costa de California hasta la isla Catalina todavía sigue en pie).

 

La segunda razón por la que la diversidad me pareció ser el tema de la graduación fue la variedad que vi entre mis estudiantes que se graduaban. No les sorprenderá saber que me hizo especialmente feliz celebrar con Jeysa, la estudiante dominicana del Bronx que mi colega April Mayes y yo asesoramos en su tesis sobre las mujeres negras en República Dominicana y en la diáspora. Es tan espectacular que fue seleccionada como una de las dos ganadoras del premio a la mejor tesis del programa de Estudios de Género y Mujeres de la universidad.

 

Por su parte, Nathan, uno de mis estudiantes de Introducción a la Sociología cuando empezó la pandemia, es parte de la comunidad de origen asiático en California y está interesado en las políticas públicas y en el activismo comunitario y sindical. Mientras me tomaba la foto con él celebrando su logro, recordé las muchas conversaciones que tuvimos sobre nuestros intereses en común cuando me preguntaba sobre mi propia trayectoria trabajando en el Estado, mi experiencia en el movimiento feminista o estudiando políticas públicas en la Universidad de Harvard.

 

Viendo a Melissa, otra de mis estudiantes, caminar en el escenario con su diploma en la mano recordé su brillante trabajo final sobre el rol que han jugado las artistas feministas de Bosnia, su país natal, en la recuperación que todavía vive dicha nación después del horror sufrido en la guerra de los años 90. Mientras que Brian, un estudiante quien fue igual que yo facilitador del proceso de deliberación en Pomona “Sustained Dialogue” (“Diálogo Sostenido”), se tomó su foto conmigo vestido con una de las hermosas túnicas tradicionales de Camerún, país de donde proviene parte de su familia.

 

Los ejemplos que les menciono no son casualidad. Pomona College, como muchas de las universidades líderes de EEUU, hace años decidió priorizar la diversidad de sus estudiantes. De hecho, Pomona es una de las más importantes del país entre las universidades residenciales pequeñas que ofrecen una educación integral (los llamados “small liberal arts colleges”) y por muchas décadas desde su fundación en 1887 había tenido un perfil de estudiantes blancos, de clase alta y en su mayoría hombres.

 

Por eso, el liderazgo, el profesorado y el personal de la universidad se plantearon acelerar este proceso de cambio debido al “crecimiento intelectual, emocional y ético que genera vivir y trabajar en un espacio diverso” como plantea la visión estratégica de la institución. Por supuesto, implementar este cambio es difícil (todavía el profesorado y la cultura de la universidad no reflejan esa diversidad) pero es una decisión que ha enriquecido no solo a Pomona College sino a las comunidades e instituciones de las que sus estudiantes son ahora parte. Como diría la poeta afroamericana Maya Angelou, el tapiz de lo que construimos es más rico mientras más diversos sean sus colores y mientras más valoremos esa diversidad.