Así es como siempre se precisa el destino: en un momento determinado, respecto a un punto preciso, los signos se convierten en objeto, no metaforizables, crueles, sin apelación posible. Ponen término a cualquier desciframiento, se confunden con el objeto deseado, con la mujer como ser ambiguo del deseo (a eso se debe que el objeto deseado, en Alexis Gómez Rosa,  sea el destino del soñador, que aspira a consumir la instantaneidad gozosa de los cuerpos, a través de sus palabras y sus sueños).

La estrategia del objeto, como aquí la de la mujer, reside en confundirse con la cosa deseada. El límite de lo sexual se difumina en ella, y se troca metáfora del deseo, en el acto mismo de sentirse desnudo frente al otro, como objeto sublimado, de un amor  o destino fatal.

“—Tu cuerpo–, exorna la entrega de tu iluminación mejor. Suelta la lengua y pantera en el altar de los sacrificios…”.

A diferencia de la forma apacible de la corporeidad griega apolínea (no dionisíaca) aquí la carne significa de dos modos: por un lado, próxima a la carne (basar) hebraica, indica un “cuerpo” pulsión, ávida, confrontada a la severidad de la Ley; y por el otro lado, un “cuerpo” liviano, cuerpo neumático ya que espiritual, completamente en la palabra (divina) para transformarse, a través de estos versos, en belleza y amor.

Estos dos “cuerpos”, según Julia Kristeva, evidentemente son indisociables; el segundo (“sublimado”) no existe sin el primero (perverso), en virtud de la Ley. Una de las genialidades de este libro, y no precisamente de las menores, es haber recogido en un único gesto la perversión y la belleza como anverso y reverso de un solo  cuerpo: ¿de una mujer o de un hombre? La androginea de otro ser en movimiento, o el cuerpo total sin miembros.

Estas diversas designaciones del amor, en Gómez Rosa, convergen en la “carne” o más bien en aquello que anticipadamente podría llamarse una pulsionalidad desbordante, no frenada por lo simbólico.

Es importante subrayar este hecho: sea el que sea el nivel al que se realiza, la conjunción de los opuestos representa la superación del mundo fenoménico, la abolición de toda experiencia de dualidad.

“El animal soy la certidumbre andrógina una constante del zodíaco…la plenitud del vicio y el cuerpo de la ofrenda…”

Las imágenes utilizadas en “Adagio cornuto”, sugieren el regreso a un estado primordial de no-diferenciación: el yin  y el yan traducen la “destrucción del cosmos” y, en consecuencia, el regreso a la Unidad original, es decir, a las fuentes primigenias del ser.

Dicho de otro modo: en los planos de la experiencia del amor, de androginización ritual del otro, en estos versos, nos encontramos con tendencias de reintegración y de unificación que son comparables, por su estructura verbal, a la tendencia del espíritu a regresar al Uno-todo.

“El amor nos reunió en muchedumbre buscando eternidad. Buscando el amor, la eternidad la conocimos en el sagrario del cuerpo apetecido: el origen celeste, la palabra, guarda una propensión lúdica que hace lápida en los labios sin artificios”.

La articulación mito/rito, en  “Adagio cornuto”, induce a pensar que los rituales del travestismo reiteran a su manera exigencias fijadas por el discurso mítico.  Ahora bien, la exploración de éste demuestra que las divinidades—especialmente en el panteón helénico—son fácilmente proteiformes, y que esta tendencia se manifiesta especialmente en el sentido de un cambio aparente de sexo o, al menos de una ambigüedad sexual;  a veces, el dios, o el héroe, según Mircea Eliade, utiliza claramente un travestismo de indumentaria: es el caso de Dionisio o de Heracles. “Es por lo tanto plausible suponer que a través de los ritos de travestismo el hombre se esfuerza por acceder, al menos durante el tiempo de la fiesta, a ciertas prerrogativas divinas,! y sobre todo a la bisexualidad!”, ha dicho Eliade.

La poesía de Gómez Rosa es la de la potencia apetitiva, la de fruición beatifica, la de la jubilación concupiscible, porque en ella la imaginación establece el acuerdo armónico entre el sujeto y mundo, entre el deseo y lo objetual, entre las pulsiones y el entorno material y social. Merced a esta intermediara irrestrictiva, la representación del objeto apetecido se libidiniza, se deja asimilar y modular por los imperativos pulsionales del poeta. Así, Gómez Rosas concierta, en una constelada convergencia homológica, el plácido flujo de su sobrenatural sobreabundancia, así concilia lo diferente, lo divergente, proyectándolo al edénico dominio diurno de la equivalencia funcional y morfológica, del verso a través del erotismo.

Gómez Rosa acostumbra e impulsa a figurar el proceder poético mediante símiles o símbolos erógenos. Propende a la visión erótica, al ritmo caudaloso y a la representación por envolvente ondas concéntricas que expanden su círculo de goce.

“Mi animal duerme, despierta… por sempiterna locura, me gozo en ofrecer en cada boca nada de mi aliento”.

“Adagio cornuto” es un libro empedernidamente hedónico y festivo. De inmediato se propone como objeto estético, halagador, sensual, suntuario. Deleite ocioso, desinteresado gozo, arrobo beatífico, saca a quien se entrega al “mentido robador” por completo de todo menester, de todo vicisitud mundanal.

Sin duda, la asunción del travestismo escritural, en este libro,  llevaría a conclusiones más diversificadas y amplias. El travestismo, en Gómez Rosa, no podría estar, en efecto,  limitado a una mímica de transexualidad. Por lo tanto, en este ardiente  “Adagio…”, marca el paso de lo profano a lo sagrado y vuelve así la espalda a la función social “laboriosa”. Más profundamente, podría consistir en una especie de disolución simbólica del principio de individualización, o ritualización erógena de la escritura.