En la noche del 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro de Berlín, inició el réquiem del primer Sistema Internacional de Superpotencias de la historia. Uno que, durante más de 40 años, había mantenido al mundo dividido en dos esferas de poder que extendían su influencia a todos los rincones del planeta, definiendo las políticas públicas y privadas de dos generaciones y alterando la concepción de balanza de poder que, hasta entonces, había servido de guía al momento de tomar decisiones en la esfera internacional.

Al iniciarse la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), los Estados Unidos se encontraron por un breve momento secuestrados en el optimismo de un mundo que por fin había superado las políticas internacionales de los Sistemas. Un mundo que, abanderado por los ideales de democracia, libertad y la universalidad de los derechos humanos, había dejado atrás aquellas políticas tradicionales de poder, del juego de suma cero.

Es en este trance de la victoria que surgen los llamados de Fukuyama a ponerle un punto final a la historia e iniciar un nuevo capítulo que fuese más allá de las balanzas de poder. Es aquí mismo que Joseph Nye acuña su concepto de Poder Blando, una forma diferente de proyectar el poder de la única superpotencia que quedaba en el mundo. Bajo éste, el poder debía de proyectarse bajo el manto de la sugerencia, la atracción y la seducción. Por medio de la influencia suave proyectada como un modelo aspiracional, se podía regentear un sistema internacional nuevo, basado en los principios occidentales que habían derrotado a la URSS, y que por ende habían cimentado su superioridad.

Fue en este momento clave, en la encrucijada histórica creada por el momento unipolar de los Estados Unidos, que arreció la política de acomodamiento hacia la República Popular China (RPC). Una política que se fundamentaba en esa concepción de inevitabilidad del éxito del poder blando americano que desembocaría en la aceptación de los valores occidentales de libertad, democracia, derechos humanos e interconectividad comercial. Esta política de Estado fue continuada por las próximas cuatro administraciones, permitiendo de esta manera que la RPC creciera y se integrara a una comunidad internacional que le fue abriendo las puertas contando con la esperanza de que la historia había terminado, y de que en cualquier momento la RPC asumiría los ideales occidentales como suyos.

Pero mientras los Estados Unidos dormía el sueño de los justos, los otros actores del sistema internacional ajustaban sus tácticas e inventaban nuevas formas de participar en el juego de las naciones. Unos aprendieron a golpear desde las sombras, asimétricamente, continuando con prácticas perfeccionadas durante cuatro décadas de Guerra Fría. Otros, aprovecharon la laxitud de un Occidente embriagado de victoria, para comprar su tiempo, fortalecer sus posiciones y alcanzar el lugar de primacía que siempre ha creído que merece.

El momento unipolar fue desperdiciado en fantasías liberales de la universalidad de los valores occidentales y la bondad inherente de las naciones. De esta manera, iniciativas que tanto habían ayudado a que regiones como Latinoamérica y el Caribe (LAC) empezaran un proceso de desarrollo y crecimiento sostenido, fueron abandonadas. Este abandono permitió el auge de movimientos autoritarios y populistas que desestabilizaron la región y promovieron el aumento de la corrupción, el narcotráfico, la pérdida de confianza en las instituciones democráticas y el lento avance de actores que una vez más veían a LAC tan solo como un tablero en el cual desarrollar sus movidas estratégicas en busca de ganar mayor poder en el juego de naciones.

Con la victoria vino la desidia, y con esta se generó un vacío de poder. Es gracias a este vacío de poder que la RPC logró posicionarse como protagonista de la segunda iteración del Sistema Internacional de Superpotencias. Así, ha logrado expandir su influencia en la región de LAC de una manera alarmante, aumentando sus inversiones y apropiándose, de manera subrepticia, de aquellos sectores estratégicos que tienen la potencialidad de convertirse en potentes armas de disuasión al momento en que los intereses de la RPC así lo requieran.

Solo hay que ver los números para tener una idea del alcance de la estrategia de la RPC en la región. Según el estudio de la CEPAL, “La Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe • 2021”, solo en fusiones y adquisiciones sin tomar en consideración inversiones de otro tipo, en América Latina y el Caribe entre 2010 y 2020 la RPC invirtió 74,524 millones de dólares. Estos se encuentran divididos en 29,817 millones de dólares estadounidenses en los sectores de electricidad, gas y agua; 23,091 millones de dólares en los sectores de petróleo y gas; 12,635 millones de dólares en el sector minería; 5,166 millones de dólares en el sector manufactura; 1,945 millones de dólares en los sectores de transporte y almacenamiento; y 1,870 millones de dólares en los sectores de agricultura, ganado, silvicultura y pescadería.

Como se puede ver, la mayoría de las inversiones fueron destinadas a los sectores de minería, energía e infraestructura de transporte, posicionando a la RPC como un actor de importancia en el control de sectores estratégicos de los países de la región. Entre 2005 y 2019 la RPC fue el segundo mayor inversionista vía fusiones y adquisiciones, quedando detrás solo de los Estados Unidos. Pero para el 2020 alcanzó el primer lugar, seguido de España y Canadá.

Estas inversiones fueron acompañadas de una visión clara de posicionamiento tecnológico, siendo el 24% de las inversiones de fusiones y adquisiciones entre 2005 y 2019, destinadas al sector de las telecomunicaciones y el internet.

Además de esta estrategia, se encuentra la de los contratos de construcciones y los préstamos. En el marco de esta se destinaron 49 mil millones de dólares en 37 proyectos relacionados a energía y 25 mil millones de dólares en 34 proyectos de infraestructura (carreteras, aeropuertos y puertos). Es pertinente mencionar que, según el mismo estudio de la CEPAL, al año 2020 la RPC es el mayor acreedor bilateral del mundo, superando en sus flujos de capital a instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Los vacíos de poder no son sostenibles y eventualmente son ocupados por aquellos que tienen tanto la disposición como la capacidad de llenarlos. La falta de una estrategia clara hacia la región de América Latina y el Caribe ha permitido que, en la última década, una de las de mayor crecimiento económico de la región, la influencia de los Estados Unidos se haya visto socavada por la influencia de China.

No podemos cometer el mismo error que se cometió hace ya 30 años. La realpolitik dicta que se tomen las medidas necesarias para prevenir el avance de una Superpotencia lejana, una que posee un ethos distinto, además de valores y principios que nos son ajenos a nivel metacultural. Este es el momento en el cual la región debe de cohesionarse y trabajar en conjunto para resistir la llegada del dragón, protegiendo aquellos sectores estratégicos de importancia y buscando fuentes alternativas de financiamiento que no dependan directamente de la RPC.

Es también necesario que desde los Estados Unidos se establezca una política clara y definida para promover la prosperidad, la inversión y el desarrollo de la región. Por medio de acuerdos comerciales justos, de acceso a financiamiento de proyectos, de inversión y de la promoción del establecimiento de industrias estadounidenses en la región se limitará el alance de la influencia de la RPC y se permitirá que los Estados se empoderen y se conviertan en aliados estratégicos de los Estados Unidos y de Europa en esta segunda iteración del Sistema de Superpotencias, en lugar de verse sometidos a ser peones cautivos de la República Popular China.