Siempre he creído que el pueblo dominicano en la pasta de su composición personal tiene unas buenas capas de ingenuidad, de inocencia, de bondad, de eso que llaman por ahí fuera naif y que es independiente y a la vez contrasta de lo que pudiera tener también en su carácter de belicoso, guerrillero, rebelde, levantisco, montonero, o arrojado, según lo ha demostrado su historia en revoluciones y alzamientos durante siglos, y así mismo lo expresa en su himno nacional con lo de Quisqueyano valientes, lo de ir a la guerra a morir o vencer, y aquello tan impresionante de que si fuera mil veces esclavo otras tantas ser libre sabrá.

Tengo tres ejemplos anecdóticos de esa ingenuidad dominicana de cuando hace casi medio siglo llegué a Santo Domingo, de cuando Santo Domingo era una maravillosa aldea grande con solo una docena de restaurantes, una docena de cines, una docena de bares, y muchas docenas de pocas cosas pero muy sabrosas ellas.

Entonces era otra urbe muy diferente a la metrópoli actual, una ciudad con todas las de la ley y hasta las de sin ley. Ese entonces con que me encontré siempre lo he considerado el final de una amabilidad colonial, y que tuve la gran suerte de disfrutarla en toda su humanidad durante un largo tiempo. No es que ahora el dominicano de la capital no tenga amabilidad, la tiene y mucho, pero el desarrollo, la globalización, la inseguridad y otros factores la han moldeado de otra manera. En muchos campos aún se encuentra una generosidad prácticamente virgen como la de antes.

Vamos con la primer anécdota. A las pocas semanas de mi estancia en el país un amigo de la pensión donde me alojaba me dijo que hacían una gira -antes se hacían muchas en los barrios- por el sur del país y que pasarían por Neiba, el balneario de La Descubierta donde nos podríamos bañar 3en sus frías aguas y llegaríamos hasta Jimaní y que si quería participar.

No lo dudé ni un segundo y un domingo muy de madrugada ya estábamos rumbo a lo desconocido para mí en una guagua bastante destartalada por fuera pero con unas cuarenta personas en su interior, alegres, conociéndose, cantando, cherchando, ya se sabe lo que sucede de alboroto en estos casos.

Bien, entre los pasajeros iba la hija de la gobernadora de Neiba que estudiaba en la UASD y regresaba a su casa por unas cortas vacaciones. A esa ciudad llegamos como a las diez y media u once de la mañana después de una buenas horas de camino, y como era lógico la guagua paró en la casa de la funcionaria para dejar a su hija. La recibió su familia muy contenta y cuando ya íbamos a continuar el viaje nos dijeron que nos apeáramos todos que nos iban a brindar un desayuno-merienda reparador para el camino que nos quedaba. A los cuarenta pasajeros, el conductor y hasta la mismísima guagua si hubiera cabido en la casa.

Ustedes se imaginan ¡Cuarenta personas invitadas a masticar lo ajeno! ¿Dónde puede suceder un milagro de acogimiento así? Acertaron: en República Dominicana.

Pero el cuento -que no es cuento sino verdad- no acaba aquí. En lo que se preparaba la merienda que se hizo en un instante culinario no sé cómo, yo le pregunté a uno de los familiares que mata era esa tan curiosa que tenían a la entrada de la casa con muchos frutos pegados a ella como si fueran cachorros mamando de la teta materna, me dijo que eran lechosas, frutas que yo no había visto antes y que tampoco las conocía por su nombre internacional de papayas.

Pues bien, cuando ya nos despedíamos de esa familia tan generosa me esperaba la señora de la casa con cuatro lechosas maduras para que me las llevara y las probara en mi casa ¡Otro milagro más de desprendimiento hacia un desconocido! La gira transcurrió de lo más bien pueblo tras pueblo, campo tras campo, ingenio tras ingenio, risas tras risas, cuentos tras cuentos, y llegamos entrada la noche a la capital con el cuerpo molido y cuarenta amigos entrañables más. Al día siguiente el desayuno de toda la pensión se acompañó con un jugo de lechosa que por cierto me encantó como aquella gira que nunca podré olvidar.

Segunda anécdota. Sucedió en durante primer viaje de mi madre a la República Dominicana, de los muchos que hizo con posterioridad pues decía que aquí se ¨recauchaba¨ de los dolores que le causaba el frío inverno madrileño en huesos y articulaciones. Y que le encantaban las flores y la vegetación tan exuberante que tenía entonces la ciudad, los almendros, las palmeras de tantas variedades y sobre todo le fascinaban los flamboyanes en plena floración.

Un día que hacía un calor de esos en que se fríen los sesos sin aceite y para mitigarlo en lo posible la llevé a una cafetería popular donde servían batidas de frutas. Le dije que las criollas además de exóticas tenían sabores espectaculares y muy refrescantes. Nos sentamos en la barra e hicimos los pedidos.

El camarero muy simpático y servicial abrió la batidora y ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! cortó unos buenos pedazos de lechosa, les echó leche, una buen dosis de azúcar, hielo, cerró la tapa ¡Clock! le dio al botón rougggg, rouggg, rougggg… y primera batida lista. Después enjuagó e recipiente e hizo la misma operación con la de zapote, y en un par de minutos ya estaban las dos batidas hechas de manera natural delante nuestro sin trampa ni cartón.

Nos las sirvieron en unos vasos muy grandes y después de que nos los acabamos el camarero con su eterna sonrisa volvió a llenarlos casi enteros con el contenido que aún quedaba en las batidoras, era pues prácticamente un 2×1. Al marcharnos mi madre me comentó: hijo, los dominicanos sí sin inocentes, en España nos las habrían servido unos vasos más pequeños y no nos los hubieran vuelto a llenar jamás, se ve que es un pueblo bueno. Y tenía razón. El dominicano un pueblo bueno.

La tercera anécdota sucedió una vez que debía ir a Puerto Rico por un posible negocio y tenía el dinero suficiente para mi estancia de un par de días en la vecina isla pero me faltaba el monto del pasaje.

Fui a una agencia de viajes ubicada en la ciudad colonial a preguntar el costo del mismo y no obstante que tres muchachas preciosas y eficientes atendían a los clientes, los propietarios al verme me recibieron personalmente con una exquisito trato de familiaridad y sencillez, eran doña M. y su esposo el señor M.

Me informaron que el pasaje de ida y vuelta a San Juan valía 80 pesos que ahora son una mísera propina de restaurante pero que entonces era más o menos medio sueldo de un empleado promedio. Me preguntaron en qué fecha quería volar y les dije que en ese momento no podía pero cuando en unos días reuniera la cantidad necesaria volvería por su agencia. Ya me disponía a marcharme pero no me dejaron salir, me sentaron, me sirvieron café, charlamos un buen rato, me solicitaron el pasaporte que en ese momento llevaba encima y me emitieron el billete de avión. Les reiteré que no podía pagarlo y me dijeron que abonara el importe cuando volviera, es decir me lo fiaban. O mejor dicho se lo fiaban a un desconocido que entró por casualidad en su agencia a informarse y que ni siquiera sabían dónde vivía. Yo les dije ¿Y si no vuelvo? Y doña M. toda una dama de mucha cultura y mucho mundo sonriendo me contestó: Usted volverá. Y en efecto varios días después regresé y saldé mi deuda con otro café y otra charla amena siendo su cliente para siempre.

Díganme de nuevo dónde se pudo producir este prodigio de confianza. Solo en República Dominicana el país de la inocencia, de la bondad y la generosidad. Y si alguien lo duda o dice lo contrario va a tener que fajarse conmigo a los puños. Claro que de manera ingenua, inocente y bondadosa. A lo dominicano.