Quien esto escribe, testigo y protagonista, mira gravemente el pasado como si se mirara a sí mismo en el caleidoscopio de su ayer. No soy, por tanto, quien en este escrito solo se dedica a entintar el papel de sus palabras.

Durante el período 1966-1970 la guerra de abril de 1965 había continuado en otro escenario. Entonces República Dominicana era el mundo de los extremos desbocados.

La sociedad vivía sumida en la angustia y el temor. El peligro había alcanzado ribetes dantescos. La vida y el bienestar estaban condenados bajo amenazas constantes. La inseguridad era la norma.

La lucha política era intensa y violenta. En el tema de las libertades y los derechos humanos el gobierno de Joaquín Balaguer se había caracterizado por la intolerancia. Había puesto en marcha un programa de terrorismo oficial nada velado; ante la opinión pública evacuado por la autoridad central hacia grupos “incontrolables” de la policía y sectores paramilitares.

Pero, a la vez, las fuerzas que adversaban a Balaguer eran implacables, obrando en conjunto contra el gobierno en forma virulenta y, en su mayoría, de manera más o menos violenta. Toda la oposición desataba una lucha tenaz y sin cuartel equiparable a los desmanes del régimen de turno con toda la razón del derecho, aunque no siempre de los medios para hacerlo valer.

No había moderación en los sectores antigobiernistas, sean civiles o militares, oligarcas o clase media, electoralistas y antielectoralistas. La ira oposicionista era común a todos los agraviados por Balaguer; principalmente en la masa de la población miserable y abandonada .

El movimiento de repudio a ese régimen era poderoso. No solo en la izquierda, de la que no había de esperarse contemporización con el gobierno; pues aún conservaba el virus de la guerra de abril y en su mayoría se adhería a las soluciones violentas.

Las elecciones de 1970 se realizaron en las condiciones menos propicias para la democracia: en medio de las persecuciones, los encarcelamientos, las desapariciones y los asesinatos de cientos de personas.

Era evidente la orquestación de un fraude electoral prohijado desde el Poder Ejecutivo a la par que las dificultades de los partidos reconocidos por ley para realizar su campaña electoral en un ambiente de inseguridad y carencia de libertad.

En esas condiciones, logró Balaguer ostentar por segunda vez la función de presidente de la República. Y, contra viento y marea, labrar su imagen de personaje principal de ese período fementidamente democrático en República Dominicana.

A las imágenes iniciales del primer período de gobierno a966-1970 —el mesianismo y el autoritarismo como rasgos fuertes de la condición del gobernante —en el segundo período Balaguer, dotado de una enorme capacidad para imponerse a sus adversarios; conquistar voluntades y obviar y despreciar a la opinión pública, sumó otros caracteres que lo fueron perfilando como el gran caudillo de la época

Así, en el discurso de toma de posesión pronunciado el 16 de agosto de 1970, tres son las estampas con las que él se autodescribe:

Primera, la del gran constructor de obras públicas:

“Nuestra primera tarea tendrá que encaminarse, como es lógico, a completar las obras que se hallan en proceso de construcción…”

“Terminar las obras aquí enumeradas constituye por sí solo un esfuerzo que está llamado a no pasar inadvertido en las páginas de la historia de los gobiernos que han hecho algo perdurable para mejorar la suerte del pueblo dominicano”.

Segunda imagen , la del gerente pulcro y eficaz en el manejo de los bienes del Estado, hasta el punto de centralizar los recursos, desconfiando aún de sus funcionarios más íntimos:

“Hay otro lastre del cual debe ser desembarazada la Administración Pública en los próximos años: el centralismo. Muchas veces se tilda al que habla de haber favorecido esa tendencia de tipo autoritario y de haber acumulado en sus manos atribuciones que en realidad corresponden a funcionarios de menor jerarquía. El hecho es cierto si se le circunscribe a la elaboración y a la ejecución del presupuesto nacional. La única centralización que yo he promovido en mis cuatro años de ejercicio del poder público es el control y el manejo de los fondos presupuestarios. Lo he hecho así y lo seguiré haciendo así mientras ocupe el Palacio Nacional, porque estoy convencido de la necesidad de esa práctica para impedir que en la Administración Pública se mantengan vicios tan odiosos como el de la dilapidación y el mal uso con que a menudo se manejan los fondos del Estado, como el de la concesión de contratos para ejecución de obras públicas mediante prebendas y comisiones, que conspiran no sólo contra el crédito del Gobierno sino también contra la propia calidad de las obras ejecutadas…”.

Tercera, la del hombre consagrado día y noche al servicio de la patria:

“La única promesa, pues, que puedo hacer en este momento al país es la de que en el próximo cuatrienio todos mis pensamientos, todas mis energías y todas mis horas, las del día y las de la noche, serán consagradas en forma exclusiva y total, a una causa del engrandecimiento de la Patria. Los cuatro años que hoy se inician serán de intenso trabajo para el que habla, y espero que todos los que colaboren conmigo en la dirección de la cosa pública sigan esa misma pauta y que todos unidos nos empeñemos en hacer de este lapso constitucional uno de los más fecundos y de los más constructivos de la historia dominicana”.

Al final del cuatrienio 1970-1974 Balaguer había logrado imponerse de manera absoluta a todas las fuerzas políticas que lo adversaban, con métodos diversos, según los tipos de adversarios: prisión y muerte para los más radicales, todos de la izquierda; compra y chantaje para los más débiles y corruptos; censura, exclusión y finalmente, arrinconamiento de las fuerzas políticas y de la opinión pública que le adversaban con las armas de la legalidad.

En las condiciones descritas, durante el segundo período gubernamental 1970-1974, Balaguer se sentía por encima del bien y del mal y así logró llevar a cabo su obra a su antojo. Tenía la convicción de que era un elegido de Dios y predestinado de la historia.

Y así, seguro y confiado, se propuso continuar en el poder por un tercer período consecutivo. Y , apeló una vez más al recurso de organizar un simulacro de elecciones

En ese torneo electoral se impuso contra nadie ni nada, pues toda la oposición encabezada por el Partido Revolucionario Dominicano se abstuvo de participar. La única organización opositora que se presentó haciéndole el juego a Balaguer fue un minúsculo partido, el Partido Demócrata Popular, cuyo candidato fue un ridículo político conocido con el nombre de Luis Homero Lajara Burgos.

Ese tercer electoral de Balaguer debe ser registrado en la historia como una victoria pírrica. Su imagen política había quedado terriblemente deteriorada y ya no se sentía dueño de su propio mandato.

En el discurso de juramentación para el tercer período gubernamental del 16 de agosto de 1974 se resalta la decadencia de Balaguer en ese momento . El deterioro político se advierte cuando ofrece propiciar la alternabilidad para 1978 en estas palabras defensivas:

“Concuerdo, pues, con la prensa independiente de nuestro país en cuanto a que nuestra tarea principal, durante este tercer período, debe consistir en asegurar para 1978 la alternabilidad en el ejercicio del mando y la liberalización total de nuestras instituciones”.

Sin embargo, el hombre estaba lejos de renunciar al poder. El continuismo era la consigna de orden, sobre todo porque, a pesar de aceptar las críticas de “la prensa independiente” en el plano político, sostenía que en tres ocasiones el país había tenido la oportunidad “de acuerdo con nuestra Constitución, de ejercer su derecho de elegir al ciudadano llamado a encauzar su destino desde la más alta magistratura de la nación”.

Balaguer proclamaba bien claro su condición de presidente constitucional y estaba consciente de que su labor al frente del gobierno había sido beneficiosa para el país y que, por lo tanto, él debía continuarla durante esos próximos cuatro años:

“Pero aún los opositores más encarnados del gobierno han tenido que admitir que el país, en los últimos ocho años, se ha desarrollado económicamente con relativa celeridad…”.

Entendidos así los puntos de vista de Balaguer, en la situación de 1974, él presentaba una imagen de aparente liberalización de su régimen, jugando un gran simulacro democrático que en realidad apuntaba al afianzamiento del continuismo, característica que describía su régimen, algo así como una dictadura en la democracia

En esas lides del ejercicio del poder, Balaguer desarrolló una gran capacidad de aguante, al mismo tiempo que de batallar con el adversario. También se convirtió en un solitario en el ejercicio del poder, cuya posesión y disfrute era lo único que importaba.

Esa imagen de ambicioso gobernante se teñía de evocaciones patrióticas y duartianas y de una idea que dejaba percibir, a pesar de su acendrado apego al poder: el desinterés y el estoicismo. Exhibía un desapego total por las cosas de este mundo, incluyendo amistades y colaboradores, los cuales usaba a su antojo.