Álvaro Guillén estaba en la galería. Tenía sobre la mesa dos vasitos, sal, limón y un litro de tequila. Agarró la botella de agave destilado y sirvió dos shops, uno para él y el otro para mí. Pero cuando extendió la mano para pasármelo, el vaso se le resbaló, cayó al piso y se rompió en mil pedazos.

Ese lunes Álvaro Guillén y yo llegamos a Dajabón minutos antes de las nueve de la mañana. Conforme vivía en Cotuí, solía recogerme cuando pasaba por Santiago. Él es un salvadoreño de alta estatura, afable, buen comensal y mejor conversador.

Poco antes de llegar a Dajabón paramos en Carbonera. En un pequeño negocio, ubicado a la orilla de la carretera, compramos dos libras de camarones, una de yautías blancas, otra libra de yautías amarillas y un trozo de longaniza secada al sol. Llevamos las mercancías a la casa y nos fuimos derecho a Centro Puente, una ONG local que nos facilitaba un espacio de oficina para operar.

Para entonces Álvaro y yo éramos cooperantes técnicos en planificación y fortalecimiento institucional. Nos contrató PROGRESSIO, una organización internacional con sede en Londres. Nuestra misión consistía en apoyar organizaciones comunitarias y gobiernos locales de Haití y de la provincia Dajabón. El compromiso requería vivir en el terreno de juego. Por esa razón viajábamos los lunes temprano a la ciudad fronteriza.

Pues ese día al finalizar la jornada de trabajo, nos fuimos al mercado público del pueblo a comprar el resto de los ingredientes para la cocina. Auyama, ajíes, cilantro, tomates, ajo y cebolla. En un supermercado adquirimos arvejas blancas, de las grandes, y garbanzos enlatados.

Con los ingredientes del guiso armado regresamos a la casa pasadas las cinco de la tarde. Luego de un baño reparador iniciamos la labor culinaria. Álvaro procedió a lavar todos los ingredientes y a trocearlos. Yo, ni corto ni perezoso, saque de la nevera unos cueritos de chicharrón de puerco para engrosar la guarnición grasosa. Todo eso se fue al caldero a sofreír a fuego lento. En menos de un minuto, los olores comenzaron a elevarse como burbujas aromáticas y, al chocar con el techo de la cocina, estallaban como fuegos artificiales e inundaban toda la casa.

Pero como no pretendo dar clases de cocina, volvamos al tequila.

Siempre nos dividíamos las cuentas de dos botellas de tequila Sauza Reposado que Álvaro traía desde Cotuí para celebrar el inicio de la semana laboral. De manera que cuando salí de la cocina Guillén estaba sentado en la galería. En una mesita tenía todos los ingredientes para acompañar el ritual típico de la ingesta de tequila a lo macho, macho, como dicen los mexicanos. Es decir, en la mano izquierda el limón y la sal y el shop de tequila en la otra mano. Todo separado para mezclarlo en la garganta, mientras va bajando.

Él me pasó una botella para que la destapara. Luego de abrirla me disponía a echar el primer trago a la tierra. Pero de pronto Álvaro se paró de su silla, me arrebató la botella de forma violenta y gritó:

— Puuutaa. Los muertos no han puesto nada para comprar ese tequila.

Pero por el fuerte movimiento, el vaso resbaló de sus manos, cayó y se rompió en los mil pedacitos que adelantamos más arriba. Álvaro se apuró a la cocina para sustituir la pérdida. De regreso a la galería se sentó y cuando se disponía a servir el otro shop la botella de tequila siguió la misma suerte del vaso. Se resbaló de sus manos, cayó al piso y se quebró como una guanábana madura.

Álvaro, dolorido y reprochándose así mismo, fue de nuevo a la cocina a buscar la otra botella. Esta vez la traía bien agarrada con las dos manos. Me la pasó con cuidado y dijo:

— Ahí la tienes para que la descorche. Écheles todo lo que quieras a los muertos.