«Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo historia de las obras, sino también de los hombres. Las obras de arte hablan de sus autores, introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la original contribución que ofrecen a la historia de la cultura». Juan Pablo II en su Carta a los artistas

Hegel sostuvo que “el arte es una forma particular bajo la cual el espíritu se manifiesta”. El arte sería de este modo una actividad espiritual que precisa de la materia para expresarse. Materia y artista quedan así unidos y amparados por esa necesidad, inherente al ser humano, de generar belleza. Concebido el arte de esta forma me pregunto a menudo acerca de la dicotomía que en ocasiones se produce entre el creador y su obra, esa enorme disimilitud entre una vida llena de contradicciones y la excelsa calidad de un trabajo que deja entrever un alma sensible. ¿Cómo es posible que esté presente y con tanta fuerza en una misma persona, la capacidad de imaginar y dar forma a una obra admirable y a la vez ser capaz de manifestar lo más abyecto del ser humano?

No puedo evitar por un lado admirar la excelencia en cualquier disciplina artística y por otra, sentir el profundo rechazo que a veces suscita en mi aquel que la lleva a cabo. Y me pregunto, una y otra vez, si es posible aislar trabajo y hacedor; si es licito prescindir de aquel o aquella que lo entregó a la luz para deleite de todos, aun a pesar de que cuanto representa como persona pueda herir profundamente nuestra sensibilidad. Hay en mí, en esos casos y me molesta  dejarme arrastrar por el prejuicio, una marcada dualidad que me cuesta aceptar en aquellos casos en los que admiro la obra pero no a quien la produce; cuando un poema, una película, una pieza musical exalta mi espíritu y la persona que la hizo posible me provoca un rechazo visceral que no logro superar. No es algo nuevo, ni pretendo abrir como original un debate conocido y siempre difícil de conciliar bajo puntos de vista y reflexiones muy diversas.

Dice como siempre certero Octavio Paz  “La vida secreta del hombre y de la mujer del siglo XX, los sentimientos de amor, odio, la atracción física, la fascinación por la muerte, el ansia de fraternidad, el asco y el éxtasis, todo ese universo que es cada ser humano, ha sido el tema de los poetas y novelistas contemporáneos. Es un mundo que no ha sido estudiado ni tratado por los pensadores políticos modernos y aún menos por los sociólogos o economistas. Para conocer, lo que se llama conocer, al hombre moderno, no hay que leer un tratado de economía sino una novela de Faulkner o un poema de Neruda”  Al reflexionar acerca de sus  palabras me cuestiono si no deviene, de la facultad del artista de vivir su vida bajo distintos parámetros al común de los mortales, esa capacidad de recrear, de capturar la esencia misma de las cosas y entregarnos la vida desprovista de artificio. Una vida que palpita y que rehúye la fría objetividad perfectamente calculada que aportan otras disciplinas. “Hay que tener caos y frenesí en el interior para dar a luz una estrella danzarina”  dijo Friedrich Nietzsche y lo siento de igual modo. Y pese a ello y pese a estar casi convencida de mis propios argumentos, caigo y retorno de nuevo sin poderlo evitar, ante algunos casos para mi muy evidentes. Retorno a la confusa maraña que me conduce de manera inevitable a emitir, aunque sea ante mí misma, una opinión sesgada y llena de parcialidad en el juicio; a desterrar de mi vida a ciertos personajes que contemplo ética y moralmente deleznables y por ese motivo a evitar injustamente detener la mirada en sus obras.

Me asaltan entonces nuevas dudas que me obligan a analizarlo todo bajo un punto de vista que aún no he esgrimido. Y me pregunto si considero precepto de obligado cumplimiento  –henchido mi ego de impecable virtud- la ejemplaridad del artista. Si creo, en un deber inherente a su condición, que se proclame ante el mundo como ser excepcional y distinto al resto: políticamente correcto, intachable su conducta, bien templada su actitud y mesurado en el juicio. Me cuestiono si todo creador, para ser aceptado su legado, debería vivir siempre subyugado bajo el peso y la magnificencia de su obra. Si  está obligado a renunciar a ser quien es para mostrarse impoluto o más bien por el contrario, condenado a aceptar que la genialidad también puede proceder de la propia imperfección y del hecho de asumirla como parte del proceso creativo. Y formulo al fin una pregunta que me exige una respuesta: ¿debe el artista ser faro que alumbre el mundo en medio de la oscuridad y trascender su acontecer cotidiano? Y realmente si soy sincera creo que no, pero a la vez siento que no tengo respuestas para todas las preguntas. “Se podría decir que el arte es un «lenguaje» con el que el hombre expresa la realidad humana física y espiritual captando lo exterior e interiorizándolo, para luego devolverlo a la exterioridad desde la libertad creadora del artista” a decir de Rubén Muñoz Martínez, Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla.  Y pese a ello, qué se puede hacer cuando la realidad física y espiritual, de ese mismo hombre que se expresa en libertad, entra en abierta y desconcertante pugna con la mía.

Todo artífice de una obra de arte crea motivado por una necesidad inexcusable de cuestionar el mundo, de reinterpretarlo a su manera, de explorarlo para explorarse, de abrir caminos nuevos, y hacer derribos de antiguas estructuras que permitan emerger formas nuevas. El artista que lo es de verdad elabora teorías y modos diferentes de integrar su personal visión de las cosas que le rodean. Crea para derribar viejas normas y hacerlas revividas y frescas en su puesta en escena, para desafiar el canon de belleza conocido, para adorarse a veces y ser, al mismo tiempo, su más feroz detractor. Y así a lo largo de la historia, más en unos momentos que en otros, su figura ha venido acompañada de una aureola que le situaba en una posición cercana a los dioses.

Hoy en día las cosas han cambiado sustancialmente. Esta idea apenas logra ya crédito y difícilmente se sostiene. Es de sobra conocido que detrás del término cultura permanece, demasiadas veces agazapado, un complejo aparataje que mueve los hilos y que encumbra el trabajo de muchos supuestos artistas. Perdida ya toda inocencia, nos hemos visto despojados de cualquier tentación de idealizar al escritor de turno que nos ofrecen en primera línea poderosas editoriales o al pintor cuyas pinturas se venden por cantidades indecentes de dinero en galerías al servicio de intereses espurios  y alejados del arte. Debiera ser en este caso más sencillo desligar al artesano de su bordado y contemplar la delicadeza de sus puntadas solo en base al resultado mismo. En la actualidad es posible  juzgar en las personas cualquier tipo de lacra y a la vez reconocer que no desmerecen su talento. Por un lado tenemos un camino ya recorrido que permite identificar como delictivas ciertas conductas que antes eran disfrazadas por la benevolencia de un lenguaje hecho para minimizar realidades que hoy no admiten discusión. No es mi intención citar nombres ni casos concretos,  pero hoy sabemos que existe una gran distancia entre la palabra “mujeriego”, siempre revestida de un viejo y ajado matiz machista que adjudica al adjetivo “curiosas gestas” en este momento inaceptables. No es mujeriego quien veja y engaña, quien agravia, causa dolor, maltrata física y psicológicamente, quien comete estupro, abuso y violación, quien mancilla a un menor. No está tan solo en el lado equivocado quien protege y justifica el nazismo o  el fascismo y sus desmanes. Y sin embargo y para ser justa, creo que es preciso desligarnos, de una vez por todas, de ese bunker en el que encerramos a ciertos artistas y a sus obras, convencidos de nuestra superioridad moral. Como personas pueden y deben ser juzgadas, pero dejemos que sus obras se representen a sí mismas. Concedamos a su trabajo el valor que merece, no lo sometamos a juicio sumarísimo condenándolo al ostracismo. Y es que como afirmaba Marc Chagall “el arte es, sobre todo, un estado del alma” y algunos artistas, aun en medio de su particular infierno, dejan volar la suya hasta alcanzar las más altas cotas de perfección.