Emigdio Valenzuela Moquete nos acaba de dejar físicamente. Con su partida, sufrimos un duro golpe quienes lo quisimos entrañablemente, quienes vimos en él la encarnación de las palabras entereza, generosidad, responsabilidad, alegría y sano humor. Fue, en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno, como decía el poeta Antonio Machado en uno de sus poemas. La partida de ese amigo/hermano del alma ocurre en uno de los momentos más trágicos de la historia de la humanidad, el de pandemia, un momento que nos invita a pasar balance sobre la vida y su significado, sobre el sentido de la  fraternidad, la solidaridad, la amistad y la coherencia.

Emigdio fue coherente en todas las esferas de su vida. Sonia, su compañera, una sólida historiadora y profesora, cuya sencillez y verticalidad la convertía en el otro yo de Emigdio, y a ambos en una bellísima, coherente, inseparable pareja y padres consagrados. En el plano profesional, su ejercicio lo hacía en el bufete de abogados Esquea-Valenzuela, en sociedad con su amigo/hermano en la que los bienes del uno eran los bienes del otro, independientemente de quien los generara. Un pacto entre irreductibles caballeros, basado en el principio de que, contra viento y marea, todo se partía por la mitad. Ese amigo/socio y él fueron cortados con la misma tijera: la de la  intransigencia en la defensa de la verdad y lo correcto. Esa relación profesional, con orgullo me la contaba con frecuencia las veces que me invitaba a almorzar o a tomar un vino.

Jurista consagrado, tenía el raro don de escribir sus artículos, libros y otros textos con el mismo estilo de su comunicación oral, siendo siempre enjundioso, puntilloso y de fino sentido del humor. Coincidíamos plenamente en la valoración de la amistad, de la dignidad y honradez como opción de vida. Eso nos hizo amigos del alma, al igual que Sonia, su otro yo, y en una de las personas con la que compartía importantes momentos de nuestras vidas personal y de parejas. Su partida junto a amigos/hermanos como Damián Jiménez, Emilio Cordero Michel y la de Jimmy Sierra, ocurrida hace  un mes, me dejan un profundo vacío.

La partida de estos amigos en poco más de dos años,  me lleva a reflexionar sobre la relativa levedad  de la vida física, al tiempo de entender, a través de la de ellos, que lo único que hace permanente una vida es la coherencia con la que esta ha discurrido. Todos fueron figuras públicas, cuyas vidas se caracterizaron por ser como como pensaban. La última vez que vi a Emigdio, tocado por su irremediable condición de salud, me impactó su rostro limpio y lozano, el cual reflejaba la pureza de su alma y su proverbial desafiante honestidad. Y es que a veces Emigdio expresaba su coherencia con tal vehemencia y orgullo que a algunos les resultaba desafiante.

Era medular y ostensiblemente insumiso, en una sociedad en la que a quienes tienen esa condición, siendo figuras públicas, se les mantiene en el ostracismo político y hasta social. En un medio como el nuestro, donde no se tolera la independencia de criterio, donde el poder, sobre todo sus cortesanos, exigen abyecta incondicionalidad y donde la discrepancia es inaceptable, figuras como Emigdio son imprescindibles. Lo son, porque personifican la coherencia, la  entereza y la dignidad, valores generalmente débiles en las relaciones interpersonales, sociales y políticas en esta sociedad. Despedir un ser como Emigdio constituye un profundo dolor, pero al mismo tiempo tranquilidad y firmeza. Además,  un motivo de satisfacción haberlo tenido entre los íntimos, entre la gente que nos ha servido de apoyo en este largo caminar por una sociedad más justa, más igualitaria y con mayor sentido de la dignidad y de respeto a ser humano.