Hay individuos a los cuales la naturaleza privilegia; los dota de cualidades excepcionales que los convierten en un fenómeno. Mario Vargas Llosa es uno de ellos; es, sin lugar a dudas, un animal sagrado. Todavía en Latinoamérica no se ha entendido en toda su magnitud la gran dimensión del arequipeño o arequipense. Muchos intelectuales y escritores lo censuran por sus posiciones políticas, sin entender que la política es un juego perverso, en el que a veces la izquierda es peor que la derecha y viceversa. De todas maneras, él siempre ha propugnado por la libertad y los derechos humanos a lo ancho y largo del planeta.

Si examinamos a las grandes figuras de los últimos doscientos años en nuestra geografía, Vargas Llosa descolla por encima de figuras como Octavio Paz, gran poeta y sublime ensayista; de García Márquez, el mejor novelista latinoamericano de todos los tiempos; de Jorge Luis Borges, erudito, maestro del cuento y de gran influencia en varias generaciones de escritores. Es que estas figuras sobresalieron en campos mucho más reducidos que en los que ha brillado el Gran Mario.

Sus novelas, empezando por La ciudad y los perros, son piezas notables, apreciadas y traducidas a muchos idiomas. Es cierto que por la presión del mercado escribió obras de ficción de un valor literario menor, pero es natural que los maestros tengan obras desiguales, que sirven para confirmar la teoría de que no hay genio sin tara.

De improviso, Vargas Llosa pasó a ser una víctima de la civilización del espectáculo, tema al cual dedicó un afamado libro.

Es, desde mi óptica, el mejor crítico literario de la historia de la literatura en español. Sus estudios sobre obras como Madame Bovary ponen de manifiesto su erudición, su sapiencia, y su talento para la interpretación y el análisis literarios. En ese mismo orden, su libro La tentación de lo imposible es una obra maestra que desmenuza la portentosa novela Los miserables de Víctor Hugo. Para los lectores de estos tiempos, leer Los Miserables es una tarea casi imposible porque esta obra ha pasado a ser una especie de momia que solo despierta el interés en estudiantes de literatura y en muy escasos lectores dispuestos a empacharse con una obra pesada, superada a nivel estético por novelas más contemporáneas; sin embargo, quien quiera apropiarse de los detalles literarios más nimios de Los miserables lo consigue con menos esfuerzos leyendo la magistral La tentación de lo imposible.

En una de las vertientes más formidables de Mario Vargas llosa, la de lector, durante la pandemia, encerrado en su nido de amor, tuvo el coraje, la valentía y la gran fuerza de voluntad para leer más de ochenta novelas y cuarenta obras de teatro de la autoría de Benito Pérez Galdós para parir el libro La mirada quieta. Este esfuerzo descomunal en un período tan corto solo pueden asumirlo gente fuera de serie, individuos superdotados. Atragantarse con tantas novelas, muchas de ellas intragables, sería una empresa imposible para cualquier lector o estudioso que no tenga la templanza de Mario.

Pero hablando de sus obras, la más notable, por intrépida, rompedora e inusual, se llama Isabel Presley. Hay que ser muy Mario Vargas llosa para, después de cincuenta años de casado, con la muerte susurrándole cada madrugada, abandonar a la esposa de toda la vida e iniciar una aventura amorosa como la que protagonizó con la socialite española de origen filipino. De repente, el Premio Nobel de Literatura dejó de estar en las revistas literarias y en las columnas de opinión de los más importantes diarios del mundo para ocupar las portadas de las revistas del corazón, del cotilleo de los famosos del mundo del entretenimiento. De improviso, Vargas Llosa pasó a ser una víctima de la civilización del espectáculo, tema al cual dedicó un afamado libro.

Ese amor invernal, de fin de ciclo, acaba de terminar. Y mucha gente está alegre porque presumen que don Mario está expiando la culpa por haber abandonado a la esposa y madre de sus hijos para vivir una aventura fálica cuando ya ese instrumento del placer está en franca retirada; no importan el sildenafil ni el taladafil. A los ochenta y seis años no hay remedio a un mal tan natural, solo existe un breve consuelo.

Pero sabemos que las figuras irrepetibles con él están dotadas incluso de muy buena suerte; y desde estos lares nos unimos a las voces que piden perdón, que piden una amnistía de parte de Patricia Llosa para Mario. Así, en caso de que a él le interesase y ella consienta, podría morir en silencio y en paz en brazos de esa mujer que fue su sombra y pie de amigo durante medio siglo. Mario Vargas Llosa merece un final feliz.