La ciudad de Valladolid, al norte España, cuenta historias medievales, renacentistas y modernas a cada paso. Elaboro esta entrega desde la capital de la provincia con el mismo nombre. Vine a tomar lecciones del IX Curso de Regulación Económica y Competencia, con buen gusto agendado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid, al inicio de la primavera.

 

A una hora en tren desde Madrid, es preferible reducir mis comentarios de pretendida guía accidental de turismo. Mis palabras no le harían fe al ciudadano y al urbanismo vallisoletanos. Su lema sí, Valladolid, ciudad amiga.

Todavía elaboro apuntes de las primeras lecciones del Mtro. José Carlos Laguna de Paz y otros distinguidos maestros eméritos del curso y disfruto del enclaustro voluntario entre las paredes barrocas del centro de estudios superiores.

La Universidad de Valladolid, fundada en 1251, la tercera universidad española, como el esplendor de la naturaleza del viejo reino de Castilla y León, me recibe con mañanas frescas de unos 6 o 7 grados. Al cruzar el umbral de su fachada ostentosa terminada en 1718, mi condición de estudiante permanente de las ciencias jurídicas se acentúa.

 

 

La columna semanal Artes y Oficios se inclina por el comentario anecdótico, de quizás la razón que mejor me vincula con esta ciudad antigua y al motivo de mi visita, más aún que la réplica del Alcázar, inspirado en el de Santo Domingo, con el nombre Casa Colón, que descubrí recorriendo sus callejuelas o corrales de oficio.

El ímpetu mercantil de los distintos gremios artesanales que impulsarían la declaración de la libertad de oficios (hoy de empresa) de la Constitución de Cádiz de 1812 e inspiraron a Juan Pablo Duarte al elaborar su Ley Fundamental, es una de esas otras historias que me reúnen con el lugar. Sin embargo, la inspiración para elaborar esta edición de la columna me llega de otra fuente.

 

 

 

Hace años que no me citaba con la primavera europea, más de veinte, tiempos en que tuve la oportunidad de hacer pequeños cursos de regulación, gracias al apoyo de mi entonces supervisora Fabiola Medina Garnes, que me ha pedido que no lo agradezca más, pero eso me resulta difícil.

Sentada a solas tomando un café, un joven dominicano se acercó para saludarme. Tiene edad parecida a la que yo tenía cuando Medina Garnes en dos primaveras consecutivas a cursos cortos de regulación de telecomunicaciones en otro pequeña ciudad europea. Sentí apuro al no recordar su nombre, más cuando su saludo venía acompañado con el título de profesora.

Me angustia esa situación cada vez más frecuente. Desearía tener la memoria de mi profesor José Alcántara Almánzar. En 1983 me impartió Sociología cuando yo era todavía un bachiller con meses de graduada y frenillos en los dientes. Días atrás le pedí una cita para consultarle sobre asuntos literarios y le advertí desde el correo que, aunque es mi entrañable maestro, es imposible que me recordara. Quise liberarlo a tiempo de la angustiante circunstancia.

Cuando me reuní con Alcántara, también Premio Nacional de Literatura, utilicé una técnica para situarlo en mi tiempo de estudiante y hacerle sentir más cómodo en el encuentro con una casi desconocida. –Soy del grupo de Marisol Vicens Bello, le dije, porque los maestros o recuerdan a los más brillantes o a los más traviesos de la clase. Alcántara me sorprendió al decirme, –Ah, claro sí, tu grupo es el de Ana Fulvia Valdez Cedano, otra alumna sobresaliente de la promoción de abogados que iniciamos estudios de derecho en la Universidad Pedro Henríquez Ureña (Unphu).

 

 

 

Cuatro décadas después me sentí recordada en el alma de este gran maestro y escritor, a través de esas dos queridas amigas que representan lo mejor de esa juventud hambrienta de conocimiento que fuimos.

Ensayé algo parecido con el joven abogado que me saludó en El Café del Norte, ubicado Plaza Mayor de Valladolid (antes Plaza del Mercado), fundado en 1861. Me auxilio de las redes sociales para mantenerme en contacto con pasados alumnos, y lamenté mucho no saludar con su nombre y apellido a Víctor Garrido, otro brillante abogado, tan pronto se me acercó, y con quien comparto en varias redes sociales, así como pasión y práctica en derecho público económico.

Lo lamenté todavía más al disfrutar su talento y el de los demás jóvenes dominicanos en el aula del curso que tomamos juntos aquí, así como su amabilidad conmigo. Antes me sentía muy independiente cuando viajaba sola tan lejos de casa. Ahora, la posibilidad de acudir a estos buenos compatriotas en caso de una emergencia me hace sentir más tranquila.

Por las mañanas de esta jornada me levanto a ejercitarme en un paseo que va desde al atrio de la Catedral Nuestra Señora de la Asunción de Valladolid, terminada en 1585, cerca de la cual me hospedo, hasta la estación de tren Valladolid Campo Grande, construido en 1895, que me trajo aquí.

Una hilera de cerezos en flor del parque Campo Grande, un oasis con verjas dieciochescas, cobija mis pasos. Siguiendo el ejemplo de salud de mi hermano Guaroa, maratonista, he aprovechado la estancia y la tranquilidad de unos días menos estresados por el caos del tránsito y otros retos del ciudadano en Santo Domingo, para aprender a trotar un poco y descubrir algo del placer que él manifiesta.

Dice Haruki Murakami, maratonista y escritor, que sus libros los empieza a escribir al entrenar. Lo visualizo avanzando páginas con las hileras de cerezos de Kioto y Tokio.

Los cerezos de Valladolid me traen la primavera. Su follaje brilloso exhibe mi fortuna ante el privilegio de contar con colegas como Víctor, que hoy se destacan en el derecho administrativo. Han sido ellos, mis pasados alumnos, los que me han estimulado a leer a estos catedráticos españoles que hoy visitamos y nos reciben con humildad, interesados en conocer los avances jurídicos de nuestro país.

La vida académica es una regalía que me ha permitido entrar en contacto con la generación de abogados pionera en el franco desarrollo colectivo del derecho administrativo en la República Dominicana, prácticamente inexistente cuando mi generación fue a la universidad en la década de los ochenta.

Podría asegurar que los precursores dominicanos de la disciplina, Rosina de Alvarado y Olivo Rodríguez Huertas, sienten especial y merecida satisfacción, con la multiplicación de contribuciones que los abogados milenios dominicanos han colocado en doctrina, leyes, regulación y jurisprudencia en la materia.

 

 

Muchos de mis pasados alumnos veraniegos de derecho de la competencia, disciplina que me ha servido de puente con ellos, vinieron a España a estudiar posgrados, maestrías y doctorados en temas de derecho público económico; a pasar su poquito de frío, a contar los céntimos para que el presupuesto les alcance sin mortificar a sus padres, a vivir el urbanismo y el civismo que se percibe en estas ciudades, experiencias que la lectura de un libro comprado vía internet no sustituyen.

Es por lo que, además de llevarlo en el seso, lo desaduanizaron en República Dominicana con el espíritu, ¿cómo no iban a querer ellos emular la impronta de los profesores, tales como Laguna de Paz, Luis Martínez López Muñiz, Germán Fernández Farrares, Francisco Villar o Luis Velasco en el Estado Social Democrático de Derecho (ESDD) español en su oficio de abogados dominicanos?

A esa generación de administrativistas milenios les agradezco el privilegio de haberlos conocido o reencontrado en su fase de estudiantes, maestrantes y en la profesional intercambiando ideas y conocimientos del estructurado ius publicum europaeum que les dieron sus días de estudio y sacrificio en España.

Una cita de Murakami dice: ¿Alguna vez ha ido a un lugar y se ha convertido en una persona totalmente distinta? Años de paseo entre el aula, la biblioteca, el café y el dormitorio de una juventud de juristas dominicanos por los jardines de cerezos de Valladolid y el resto de España, nos estimulan a mejorar las relaciones entre los particulares y el ESDD dominicano, a organizar nuestras libertades y establecer los principios y normas básicos de la Administración.

Quizás no pueda recordarlos a cada uno por su nombre, más son todos juntos el conjunto de pétalos del jardín de cerezos que cobija mi amor por esa disciplina, la que me mantiene en calidad de alumna permanente de las ciencias jurídicas.