En “El triángulo de la tristeza”, el director sueco Ruben Östlund esboza con tono satírico algunas de las inquietudes que los filósofos de la posmodernidad intentan descifrar sobre una sociedad sumergida en el narcisismo y los placeres materiales de la esfera de los influencers. Comparte ciertas similitudes con El cuadrado.

 

El arranque de su propuesta me llama la atención por la manera estilizada en que instala sus fichas sobre la mesa, pero más allá de la estilización cosmética, me temo que su sátira se hunde en un cóctel de personajes estereotipados y sin gracia que solo funcionan en la superficie para construir un texto social demasiado básico sobre la condición humana y la divergencia de clases implantada por la verticalidad del capitalismo, en donde las ironías al servicio de los dilemas morales se subordinan con mucha facilidad a los clichés manoseados y al exceso de metraje que pesa como el ancla de un yate.

 

Tras una secuencia que ilustra como prólogo la cosificación y la mercantilización de los cuerpos en el sector de la moda, la narrativa se estructura por capítulos y examina la vida de una pareja joven de influencers en tres partes. Uno es Carl, un modelo narcisista y egoísta que suele asistir a castings de modelos masculinos. La otra es Yaya, una influencer de moda que viste con la marca de la egolatría del “me gusta” y del prestigio que supone ser una esposa trofeo.

 

En una primera parte, la pareja discute en el interior de un restaurante sobre el dinero y los roles de género que encabezan las tendencias de las redes sociales. En la segunda, se muestra a Carl y a Yaya en un crucero de lujo en el que viven posando para los selfies de Instagram y disfrutan las vacaciones entre cenas y fiestas junto a un selecto grupo variopinto de burgueses y los miembros del personal que satisfacen los caprichos y las necesidades absurdas de todos los invitados. En la tercera, marcada por una tormenta que simboliza la hecatombe y por el ataque de unos piratas que vuelca el barco, los personajes se convierten en sobrevivientes en una isla remota y aprenden a convivir por la fuerza como una comunidad que trabaja para el beneficio colectivo, con las típicas pugnas de poder iniciada por los pobres que se adueñan del comercio y desean acceder al ascensor de los privilegios.

 

Nada de lo que se narra en los tres episodios de cinismo logra cautivarme porque, ante todo, Östlund solo utiliza a los personajes como marionetas acartonadas, sin ningún tipo de espesor psicológico, con el único fin de rellenar el camarote de las descripciones y colocar metáforas demasiado obvias sobre las contradicciones del capitalismo neoliberal entendido como un sistema socioeconómico que transforma al ser humano en un simple producto de consumo, además de la amplia desigualdad de manual que existe entre ricos y pobres. En pocas palabras, el capitalismo es visto aquí como el anuncio escatológico que amenaza con trasladar al hombre hacia el terreno de la autodestrucción y la barbarie comunitaria.

 

Lejos de la forma en que usa el principio de no duplicidad de carácter simbólico, no hay ningún impulso detrás de la rutina de situaciones absurdas en las que el humor negro se vuelve blanco y las acciones de los burros con caras aburguesadas me parece que se rellenan en la narrativa como botellas de plástico desechable sobre el mar. Solo me causa una impresión significativa la belleza del cuidado compositivo con el que Östlund encuadra en ciertas escenas la triangulación de la vacuidad. Todo lo otro luce calculado y redundante. Para mí es algo insólito que semejante disparate haya ganado la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes.

 

Ficha técnica

Título original: Triangle of Sadness

Año: 2022

Duración: 2 hr 27 min
País: Suecia
Director: Ruben Östlund

Guion: Ruben Östlund

Música:
Fotografía: Fredrik Wenzel
Reparto: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson,
Calificación: 5/10