La sala está vacía, apenas dos hombres quedan en el inmenso salón. Uno de ellos limpia comedidamente los despojos que dejaron los “exeufóricos” visitantes. El otro, detrás del telón, sentado solo y de espaldas a la multitud que lo ha abandonado. 

En sus oídos resuenan aún ecos de glorias pasadas. Ya no es el presidente, ahora es un sujeto más en la jauría.

Atrás quedaron las sonrisas y la gente cortés y amable. Ya nadie tocará a su puerta. 

En su soledad inmediata, mira perdido a través de la ventana que solo ofrece una negra noche. Tan negra y amarga como la reciente derrota.

No escuchó el aliento del pueblo, solo el de sus numerosos acólitos que cual estrellas ocultaban la oscuridad de esta misma noche, que hoy logra ver. 

Ellos son esos que se han marchado presurosos y corren a pararse en la acera del frente. Se han despojado de sus vestimentas moradas y, de la nada, se han bañado de mar azul y arenas blancas. 

Mañana lucirán otros colores, otros amores. Son la competencia más atroz de las sanguijuelas y la envidia misma de los camaleones.  

Aquel hombre se levanta tímido y dudoso. El silencio del salón guarda voces que lo engañan y de un tirón levanta el telón esperando la euforia contagiosa que emanaba de los hoy ausentes. 

¡Nadie! Ni siquiera sus hijas o su esposa. Ahora el hombre está solo y expuesto a la venganza implacable de un pueblo herido que no olvidará las ofensas y maltratos cometidos ni las burlas y maquinaciones en su contra.

La desbandada ocurrió en el primer acto, ni siquiera esperaron que llegara el intermedio.

Presurosos acudieron a sus camerinos y allí transformaron sus rostros, se pintaron el cabello, las uñas, los labios y salieron a celebrar a la calle la algarabía del pueblo.

Solo se descubrieron ante los nuevos amos y con lisonjas y alabanzas dejaron caer sus “perlas” cual tributo que busca mantener las posiciones perdidas, travestis de la política.  

La soledad no tiene compañía, solo espejos que simulan siluetas y voces que los atraviesan. Él se mira en ellos y ve multitudes, no se reconoce en ninguno, solo ve sus sonrisas. . . y sonríe.

El que limpia, se ha sentado curioso a observar la escena. Todo un presidente para él solito, más bien, un expresidente.

Le escucha pronunciar un discurso de retractación, un quejido que anuncia lo que nunca hizo, y debió de hacer, y, hace emocionar al barrendero que le aplaude.  

¡Gracias pueblo! Así responde el delirante que en éxtasis y ávido de sentir el calor de otro cuerpo baja presuroso del escenario y abraza complacido al “público”. 

Un abrazo que se hizo eterno mientras estallaba en lágrimas el acongojado solitario. No le importó esta vez el olor a sudor viejo ni la ropa sucia y hedionda del único presente.

Tal vez había olvidado el olor del pueblo y se sintió complacido al volver a sus raíces. Efímeramente añoró aquellos tiempos en los que el amor y el desamparo eran dos cosas sinceras.  

Ahora probaba el sabor de la injuria y el peso excesivo del poder.

Tendrá que salir a esas calles ruidosas en carnaval y soportar los gritos que reclamarán su despojo, mientras cabizbajo y a medio ojo, logrará identificar con certera dificultad, a unos que otros de sus antiguos vasallos en sus “habituales” trajes de travesti político.

¡Salud!