Aunque son obvias las razones por las cuales el Estado y las instituciones dominicanas no deben inmiscuirse en los asuntos internos de Haití, no se deriva que los dominicanos deban observar una postura pasiva ante la tragedia que se vive en el país vecino.

En primer término, a pesar de los escollos que se presentan desde ambas partes de la isla para establecer lazos amistosos que permitan una cooperación fructífera, se deben mantener las expresiones de fraternidad, pues sobran los motivos para ello.

Como República Dominicana, país pobre (de “renta media”) no cuenta con los recursos que exige la reconstrucción de Haití, debe contribuir a movilizar fuentes de ayuda proveniente del mayor número de países. En primer lugar, debe dirigirse a la comunidad latinoamericana con la finalidad a fin de que forme un frente susceptible de movilizar apoyos en otras partes del mundo, en especial los países desarrollados de gran tamaño.

Después del amplio flujo de ayuda externa con motivo del terremoto de 2010 y los fondos de Petrocaribe, ambos objetos de depredación por los sectores políticos dirigentes locales y tal vez relacionados de otros países, se ha olvidado la agenda de Haití. La destinada a sostener la Minustah de Naciones Unidas ganó la inquina de la mayoría de la población, aunque contribuyó a contener el asomo de generalización de la violencia de las bandas delictivas, como es lo característico del presente. La ayuda es necesaria, pero debe introducir mecanismos de control para su uso honesto y eficiente.

Como se ha abundado suficientemente, el empeoramiento imparable de las condiciones de vida en Haití presenta riesgos graves para el futuro de los dominicanos. La presión migratoria hacia este lado de la isla, resultado del deterioro incesante y hasta ahora retroalimentada por la corrupción y la codicia en República Dominicana, puede exacerbarse y llegar a consecuencias insospechadas.

Hasta donde se puede advertir a primera vista, los indicadores de la calidad de vida no han cesado de deteriorarse y el caos resultante ha llegado a un punto crítico que exige una reversión categórica. Esto no es ciertamente tarea fácil, mas no imposible, si bien es rigurosamente tarea de los haitianos y de nadie más. El estado de opinión contra la intervención extranjera que propugna la administración de Ariel Henry de seguro toma nota de los efectos deletéreos de las pasadas intervenciones.

La experiencia de los últimos tiempos muestra que, en las condiciones existentes en Haití, por más ayuda que se reciba no se acometerán soluciones de fondo. Más bien, servirá para continuar nutriendo los bolsillos de los depositarios del poder político.

Ahora bien, el caos que se ha apoderado de Haití con el protagonismo de las bandas delictivas emplaza a sus reservas políticas y culturales a forzar un cambio de calado, so pena de entrar a un círculo autodestructivo irreversible. El grado que ha alcanzado la explosión de la violencia y la pobreza no ha sido resultado de una coyuntura de corto plazo. En el presente se condensan conflictos de larga data derivados de la acción depredadora de los círculos de poder por más de dos siglos y de la gestión fallida, para no decir que aun más degradada, de las porciones prevalecientes entre quienes se propusieron como alternativa a ese pasado.

Los sectores democráticos y progresistas haitianos tienen, por tanto, una agenda harto compleja. Requieren vencer esos pesados intereses del pasado en pro de una agenda que permita la construcción de un orden en el que interactúen el avance de los indicadores económicos, la equidad social, la democratización política y la probidad en la gestión de los asuntos públicos. Habida cuenta del deterioro global, la factibilidad de plasmar una agenda de tal tipo dependerá en buena medida de la cooperación internacional. En este momento se observa la indiferencia de las potencias ante el espanto, y de ella se deriva la expectativa de que la emigración a territorio dominicano opere como recurso para eludir el replanteamiento de los moldes en que se ha desenvuelto el Estado haitiano.

Si los sectores progresistas haitianos logran unificarse en torno a una plataforma transformadora factible y eficiente, se podría dar por sentado que recibirán apoyo internacional que podría contribuir a revertir las tendencias actualmente prevalecientes. Aunque los sectores democráticos y progresistas dominicanos no se inmiscuyan en asuntos internos de Haití, deben brindar, como lo han hecho otrora, apoyo a una opción de tal género. Incluso, República Dominicana debería postularse como eslabón de una cadena de cooperación con Haití. Esto entra dentro del interés nacional dominicano, habida cuenta de que el trance en que se encuentra Haití presenta amenazas inminentes. Sería el caso de una avalancha de desesperados en busca de la supervivencia elemental en territorio dominicano.

La solidaridad con Haití no puede reducirse a materia estatal, sino que compete a la comunidad dominicana en su conjunto. Se puede aseverar que una corriente de ese género gozaría del respaldo de la mayoría de la población. Pero sus alcances serían forzosamente limitados a causa de la escasez de recursos en el país y de la existencia de males ancestrales no resueltos. A pesar del previsible sostén para una acción de ese género, se interponen obstáculos, como las deficiencias en la gestión de reparticiones enteras del sector público.

Con todo, a pesar de la continuidad de grandes males, República Dominicana cuenta con recursos para emprender una estrategia de desarrollo, a diferencia de Haití, que requiere urgente y masiva cooperación internacional. Pero la experiencia de los últimos tiempos muestra que, en las condiciones existentes en Haití, por más ayuda que se reciba no se acometerán soluciones de fondo. Más bien, servirá para continuar nutriendo los bolsillos de los depositarios del poder político de los diversos signos que han dominado el Estado haitiano desde tiempo atrás.

De ahí la instancia crucial que tiene una redefinición de fuerza entre los actores intervinientes en el Estado haitiano. Tras la caída de la tiranía de Duvalier padre e hijo, los actores emergentes desembocaron en una práctica depredadora que está en el origen de lo que sucede hoy. En particular, una pretendida “izquierda” en el ejercicio del poder (Lavalas) ha traído una plaga no muy diferente que las anteriores. Esto se ha puesto de relieve en la corruptela que ha arrasado con los escasos recursos, entre ellos los provenientes de ayudas internacionales. Por ello, los sectores progresistas de Haití han exigido el esclarecimiento del destino de los fondos de PetroCaribe, en torno a los cuales por lo visto se cometieron desfalcos incalificables. Aunque se silencian, existen señales de un movimiento democrático, progresista y honesto, con raigambre popular, que pugna por implantar un estilo alternativo de gestión pública. Hasta donde se puede juzgar desde este lado de la isla, uno de los determinantes del surgimiento de las bandas se vinculó al propósito de contrarrestar ese movimiento popular y democrático.

Mientras no se produzca una reversión en las estructuras de poder de Haití, continuará gravitando la presión migratoria sobre República Dominicana. Esta se ha salido de control por efecto de la corrupción que pauta el ingreso de haitianos a territorio dominicano, a la que se suman las presiones de Estados Unidos, como se ha puesto de relieve en los últimos tiempos.

Por tanto, sin olvidar la solidaridad activa con Haití, nuestro país ha de resolver los problemas relativos a la inmigración ilegal y fuera de control. La agenda tiene aristas contradictorias, por lo que requiere de una determinación categórica. Una de esas aristas es la repulsa que genera, en casi todos los agentes de poder político de Haití y relacionados en el exterior, cualquier medida dominicana de ejercicio del derecho de aplicar las leyes migratorias. Se presenta un punto complejo, pues República Dominicana no puede ceder en este derecho, aun a riesgo de exponerse al acrecentamiento de diatribas en el exterior que hoy han llegado al umbral de sanciones económicas de Estados Unidos.

Y es que hoy la migración haitiana ha llegado a una magnitud que puede continuar acrecentándose, con riesgos muy delicados. En lo inmediato, procede erradicar la ilegalidad de la generalidad de migrantes, lo que compele a medidas de gran alcance. Los políticos y “empresarios” depredadores de Haití utilizan la migración como mecanismo de control social y fuente de recursos, al tiempo que como medio para esquivar la solución de problemas elementales. De manera que el Estado dominicano ha de esquivar las presiones provenientes del Estado haitiano y de los factores internacionales que le dan sostén, a nombre de las consabidas acusaciones de racismo y xenofobia, únicamente aplicables a los dominicanos. Normalmente, como se evidencia en informaciones de prensa desde hace mucho tiempo, el trato con funcionarios haitianos entraña dificultades particulares. Desde la llegada de Jean Bertrand Aristide, las denuncias contra República Dominicana se han tornado en consigna compartida por muchos con el propósito de hacer capital demagógico, como lo hace de manera particular el ex primer ministro Claude Joseph, proveniente de la camada ultraderechista que llegó junto al presidente Michel Martelly.

Eso sería lo de menos si no intervinieran los intereses internos que, en nuestro país, favorecen la migración irregular y masiva. De nada sirven las repatriaciones de ilegales si no se acompañan de un paquete de medidas que se sintetizan en la erradicación de la corrupción en el área migratoria, meta en extremo difícil de lograr, pero sin cuyo cumplimiento cualquier orientación caerá en saco roto. Lo más común es que un ilegal deportado retorne al país amparado en las redes de extorsión que se inician operativamente en la frontera y se extienden por todo el país. La corrupción, por lo visto, opera también en el área consular, lo que se infiere de las informaciones aparecidas en la prensa recientemente acerca del volumen de visas concedidas a nacionales haitianos.

En última instancia, como resulta patente en lo relativo a la incidencia de la corrupción, una solución consistente de la cuestión migratoria, en la dimensión que compete a la propia República Dominicana, remite a modificaciones de fondo en la esfera estatal, para desde ella incidir en otras instancias.

Resulta imperativa la promoción de la equidad como principio para proteger a la población dominicana de bajos ingresos afectada por la migración haitiana. En tal sentido, procede la aplicación de la legislación vigente e introducir otras que coadyuven a la regularización adecuada del mercado laboral. De otra manera, la migración ilegal continuará expandiéndose en las amenazantes dimensiones de tiempos recientes. El asunto tiene aristas delicadas habida cuenta, en primer lugar, de la cuasi inexistencia de un movimiento sindical organizado. Por encima de esto, como cuestión neurálgica, procede una elevación general de salarios que torne atractivo a los dominicanos ocupar puestos de trabajo que han tendido a ser monopolizados por los migrantes, apoyados por sectores empresariales en su disposición a desplazar corporativamente a los dominicanos de áreas de la economía.

No se cuestiona el requerimiento eventual de trabajadores extranjeros en áreas económicas, pero no puede aceptarse el alegato empresarial de que son imprescindibles en todas las condiciones. De aceptarse tal argumento, la nación dominicana se encontraría en riesgo de desaparecer. Un país tiene que depender de su propia gente, que debe ser protegida por el ordenamiento público como cuestión de principio. Es lo que está en juego en el país en la actualidad. La cuestión migratoria no es sino una derivación de este punto.

Ahora bien, la política nacional implica aceptar mano de obra extranjera, esta tiene que ser sometida a condiciones. La primordial radica en la extirpación de la ilegalidad, fuente de superexplotación y de desorden general. En primer término, los trabajadores extranjeros deben gozar de condiciones similares a los dominicanos en materia salarial y de condiciones de vida. Es cierto que en los últimos tiempos ha mejorado considerablemente la condición de gran parte de los migrantes haitianos, legales e ilegales, pero se ha hecho siempre en detrimento de los dominicanos. Nuestros compatriotas son echados adrede o tienen los medios para no integrarse a ciertas actividades laborales por no prestarse de igual manera que los migrantes a condiciones desventajosas.

Se ha aducido razonablemente una solución vía la tecnificación, pero esta no constituye una panacea si no impera una política de equidad y protección del trabajo. La prueba es que en áreas consideradas modernas y prósperas, el trabajador dominicano ha tendido a ser sustituido por el haitiano de manera deliberada por las empresas. Con una articulación de eficiencia, cumplimiento de la ley y equidad, es seguro que se desmentiría el estigma de pereza que se endilga a los dominicanos pobres. Más aún, si se desea avanzar hacia una sociedad más justa, no hay otro medio que contar ante todo con el trabajo de los propios dominicanos. La fragmentación del mercado laboral, las consabidas violaciones de las leyes, el favorecimiento de la mano de obra haitiana y la marginación deliberada de los dominicanos auguran que, de continuar tales patrones, República Dominicana nunca saldrá de la sempiterna condición de país pobre. Las dinámicas tasas de crecimiento económico no han resuelto los problemas ancestrales, a no ser en mejorías parciales y segmentadas para porciones minoritarias, además de no haber impedido la aparición de múltiples problemas de nuevo cuño. El deterioro del sistema educativo basta como muestra de este paradójico paralelismo, nada raro en una economía capitalista.

En el mismo orden, la integración de los trabajadores extranjeros, en particular los haitianos, a un mercado laboral regido por la legalidad y la protección del trabajo, tiene aristas delicadas que solo se resolverían en caso de la erradicación de la corrupción en las instituciones vinculadas al área y la codicia del sector patronal. Es indudable la pertinencia de legalizar de la población extranjera necesaria en aparatos económicos específicos o con una antigüedad en el país que la hace merecedora de protección. Pero la aplicación de esos principios entraña graves riesgos de empeorar el problema migratorio si la administración estatal no funciona eficientemente. Ha sido el caso del plan de regularización que siguió a la sentencia del Tribunal Constitucional. Esta medida no tuvo otro resultado que poner de manifiesto la incapacidad de gestión del Estado y un incremento mayor del ritmo de ingreso de inmigrantes ilegales. Por delante subyace la resolución en la práctica de un debate que ha dividido a especialistas, juristas y otros sectores acerca de la condición de los haitianos e hijos de haitianos en condición de ilegalidad.

En consecuencia, la solución a la expansión incontrolable de la migración ilegal ha de ser dominicana mientras subsistan las espantosas condiciones vigentes en Haití. Con sentido de solidaridad, los dominicanos debemos contribuir a una solución propia a la problemática de Haití. Al mismo tiempo, como ha sido ya materia de virtual consenso nacional, del cual se segregan sectores minoritarios, el país debe aplicar su política migratoria en consonancia con el interés nacional. Esta, sin embargo, ha de resolver problemas graves pendientes, que traspasan el ámbito estrictamente migratorio. En esta agenda se encuentra involucrada la suerte futura de la comunidad como nación digna.

 

Roberto Cassá en Acento.com.do