Muchas veces he escuchado que hubiese sido mejor si los conquistadores hubieran sido ingleses, holandeses y hasta que nos hubiese salido mejor con los franceses.

Lo cierto es que renegamos tanto del español que no nos damos cuenta que de otra manera no hubiésemos podido ser esta mezcla exquisita que produjo al latinoamericano. Esto no hubiese sido posible sin ese ingrediente hispano.

Lo africano añadió un sabor agregado cuando se mezcló siglos atrás con lo ya existente. El resultado de todos estos ingredientes fue ese ser humano de índole gozosa y capacidad para disfrutar la realidad cualquiera que esta sea.

El rumor de besos y bailes cadenciosos se dibuja en los rostros coquetos e insinuantes de nuestra América Morena.

Hay un cante jondo que suena a tambor y a noche impregnada de alcoholes de melaza.

La caña cual sangre brota caliente, como hilo que desciende hasta llegar al pecho y desde allí lame presurosa los sentidos. Ese sabor fuerte desnuda la inhibición y se burla del sol implacable que azota la cadencia de la brisa que transporta olor a coco.

Es en México donde se prensan las esencias todas. Donde el clamor puro de nuestras nostalgias salta en todas las esquinas. Es allí donde guardamos nuestros más preciados tesoros esparcidos por todas las avenidas.

La tradición brota a través de los ojos, se manifiesta en las manos. La dignidad primigenia se mantiene en pie y de frente.

No existe otro país en nuestra América que logre reunir y expresar mejor todo lo que somos, como lo hace México.

Ni siquiera Hernán Cortés pudo resistirse a sus encantos. Sueña la malinche por las noches en que se pasea la llorona.

El realismo mágico tan manifiesto en el planeta nace de cualquier pueblo rulfoniano. Lo canta cualquier Negrete, cualquier Infante. Lo compone un José Alfredo o algún Juan Gabriel.

Chavela Vargas desgarra a Frida que clama al son de los muertos y les pinta cara, su cara.

Muchos Lázaros y Benitos recorren los campos invocando y convocando a Doroteo, Arango, Villa, Pancho. Mientras Maximiliano mira de frente los cañones que le cayeron por sorpresa a Emiliano.

Las noches huelen a maguey morado y agave azul. El mezcal se sienta en alguna montaña, mientras la llama del fogón baila al ritmo de un violín solitario.

Los momentos transcurren en México junto a monumentos perdidos en el tiempo. Momentos plasmados en pirámides nacidas de tiempo sin prisa, proyectadas hacia el infinito.

Las voces de noches tristes caen desde las alturas y se posan a las puertas de las catedrales, ruinas construidas sobre destrucciones previas.

El color nace en México y se esparce sobre todo el horizonte. Colores monarcas, azucarados, enchilados, que se asientan sobre el mole que se amalgama con el queso.

Siempre está el pueblo en tiempo pasado y al mismo tiempo en futuro. No reposa en el presente porque cabalga incesantemente como la serpiente emplumada, Quetzalcóatl, como Wichilobo, Kukulcan, o Zapata y hasta el mismo señor Mencho.

México navega entre tradiciones que han chocado entre sí y mutado; así se deleitan en un baile que como el mariachi toma tequila.

Aquí se siente nuestra raíz primigenia intacta, con la guitarra gitana pulsada por manos mestizas. Como si la sangre guardada de los moros, salida de los conquistadores, se mezclara con la de Moctezuma.

Guardan los mexicas sus tesoros en el Dorado y reciben a través de Veracruz la esencia de toda la América Morena que llega para asegurar la naturaleza latinoamericana.

Sin México quedaríamos a la deriva en el Atlántico, volveríamos a ser corsarios en el Pacífico y nos convertiríamos en extraños nacidos en la tierra.

El corazón de nuestra América es México. De allí acarreamos todos una nostalgia que no es ajena.

Es el sentimiento que sembraron nuestros ancestros, que entre todos hemos enriquecido y así lo sentimos cuando cantamos: ¡México lindo y querido! ¡Viva México!, carajo. No te hagas pinche buey.

¡Salud!