«He sostenido siempre la marcha progresiva del género humano hacia la luz, y he resistido algunas veces los progresos crueles. En ocasiones, he protegido a mis propios adversarios, vuestros amigos. He cumplido con mi deber, según mis fuerzas y he hecho el bien que he podido». Víctor Hugo

A la luz de una inevitable Reforma Fiscal que enfrenta a sectores y gobierno, los senadores de varias bancadas se aprestan a despojarse de los privilegios que por muchos años han sido ampliamente debatidos y cuestionada su pertinencia legal o no. Entre estas se encuentra el denominado barrilito, una maniobra politiquera instaurada por los congresos de mayoría peledeísta, que, en esencia, pretendía y/o logró, otorgar facultades no propias de la función legislativa.

La otra, no menos despreciable, corresponde a las exoneraciones para la adquisición de vehículos de alta gama, utilizadas en su mayoría como mecanismos de saldar pasivos adquiridos en los procesos electorales. La sola posibilidad de que esto se cumpla, envía una señal positiva sobre el compromiso que debe asumir un político cuando peligran las herramientas dispuestas por la Norma Sustantiva con el fin de garantizar el estado de bienestar detenido por las prácticas indecorosas de antaño.

¿Cuál sería entonces la única retranca que pudiera, bajo esa lógica, detener la iniciativa normativa, amén de que la población lo percibe como un avance institucional y un hecho que vendría a resarcir el daño acumulado? La respuesta es simple.

Las críticas y las exigencias sobre la eliminación de exenciones, privilegios y demás, siempre se sustenta en la intención de hacer ver a los actores del sistema de partidos, como carroñeros insaciables que sacrifican el bienestar del pueblo para provecho propio. Pudiera ser cierto y se ha demostrado en gran medida que lo es. Sin embargo, el sector empresarial lleva años recibiendo una cantidad inimaginable de recursos del Estado sin que esto les cause el más mínimo remordimiento en tiempos de crisis.

La negativa a que los que más pueden se les obligue a tributar en función de los beneficios obtenidos por vía de las actividades que realizan, también es cosa de larga data. Y ahora que el Estado en su sano derecho ha decidido erradicar privilegios lesivos para el desempeño normal de las instituciones, los hay quienes recularán sus posiciones contra los políticos, toda vez que les garanticen la permanencia de los beneficios que reciben producto de las exenciones fiscales.

Es cierto que una nación que pretende mantenerse fluctuante en el marco de un a economía global abusiva y desigual no puede ocasionar lesiones graves al esquema de producción al punto que provoque la quiebra de las empresas, pero eso no debe ser excusa para ampliar el marco regulatorio que posibilite eliminar subsidios con fines de seguir haciendo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. Siempre que se asuma como dijera Elsa Sanit-Amand Vallejo: «Son las instituciones políticas las que crean la sociedad en las que los hombres se solidarizan y trabajan juntos por un objetivo común».

Dijimos y ratificamos la posición vertida en un artículo titulado –El nuevo pacto colectivo– que: «La acción recaudadora será entendida y aceptada en la medida que se transmita a partir de la inteligencia generosa del gobierno, asegurando que, en el fondo mismo de toda norma impositiva, lo que prevalece es la intención de generar, por medio de un pacto colectivo, los recursos necesarios para salir airosos de una crisis que nos mantiene a todos en estado de desasosiego». Sin olvidar que hay que dar curso a una Reforma Fiscal que debe ser, sin lugar a dudas, el esfuerzo de todos.