…se cree que Vuestra merced no ha participado de la gracia de Pentecostés, muchos se han persuadido de que le alcanzó algún ramalazo de la desdicha de Babel.

Carta de Lope de Vega a Luis de Góngora el 13 de septiembre de 1613

Primero que cualquier cosa: saber dónde se pisa: cuando leemos La muerte es ese ballet, de Gabriel Jaime Caro (Amargord ediciones, Madrid, 2021) estamos en un campo de contornos, vale decir de formas que representan cuerpos ejecutando su ballet. Y esta representación, dicho reemplazo de un objeto por su símbolo, se complica un poco más por las ramas que vertebran este bosque, convirtiéndolo en un campo minado de sentidos. Una vez texto-localizados, lo que falta conocer es de dónde proceden las siluetas, en virtud de que no estaban: vinieron, devinieron, vieron.  Como escribe este poeta en un renglón, dichas sombras pudieran pergeñar un desesperado autorretrato trazado en danza con marcadores de 99 centavos adquiridos en un discount de Queens.

Gabriel Jaime Caro en Santo Domingo.

El caso es que existe una dificultad, oscura, de establecer la real genealogía literaria de su obra. De entre las máximas atmósferas, salta a la vista –en principio– el vínculo con Parra, obvio por el dejo del linaje conversacionalista (pero también y, sobre todo, por la impureza depurada y eficacia del acto locutivo). Pero, al final, saldría más Caro parecer antipoeta que lucir desParramado. Habría que pensar, seguido, en el Cholo Universal («mejor copiar a Vallejo que a Baudelaire»), así como en Lezama Lima y, por supuesto, en Gerardo Deniz, tan irónico y mordaz como Gajaka. Su referente local sería el culteranismo peripatético de León de Greiff o –por el aire de nihilismo–, la progenie Nadaísta, desprovista de su radicalismo iconoclasta. Pero ni eso, nada. ¿Edmond Jabés, tal vez? ¿O el tumulto Lautréamont?

Con el poeta judío de El Cairo se le podría enlazar por vía del aspecto del destierro padecido a causa de un conflicto (nacionalista y desenraizado el uno, guerrillero y fluyente el otro), y por la amplificación poética con esa cosedura de sentencias fragmentarias como si fuesen comentarios al Gran Libro, mas desde la oralidad de un propio acto de habla, como el instante deísta occidental de la Creación –y de ahí sus antiParras.

Por otro lado, lo que podría ligarlo a los caudales de Isidore-Lucien Ducasse, más que el río escandaloso (sensualista pero ascético[i]), es la “inflación verbal”[ii], si no fuese porque la de Gajaka está más cerca, en cuanto caldo postmoderno y culto, de la inflación cósmica: un viaje al «cosmos revisitado, de la mano del joven Sarduy»[iii], dice, con la poesía como materia oscura, como un ente que no está y solamente cristaliza a temperatura (a literatura) extrema.

La realidad física de Gabriel Jaime Caro es un poco más concreta, aunque de ella se deriva su expresión. Nacido en Medellín en 1949, concurre en una impresionante generación latinoamericana de poetas: por ejemplo, nacieron el mismo año Néstor Perlongher y David Huerta; un poco después Reina María Rodríguez, Eduardo Milán, Enrique Verástegui, Coral Bracho, Raúl Zurita, Eduardo Espina; y un poco antes, Tamara Kamenszain, Cecilia Vicuña, Juan Manuel Roca (compañero de ruta literaria y compueblano suyo). Además de editor de la mítica revista Realidad Aparte –apuntalado por los poetas cubanos Jesús Blas Comas y Noel Jardines– y otras más, es crítico de cine y es pintor, actividades últimas que se cuelan en sus textos en razón de una patente narratividad y una sutil plasticidad de las imágenes. Y su exilio formativo en Nueva York, justo cuando cuajaba una estética potente (José Kozer, María Negroni, Iván Silén, Mercedes Roffé, Alexis Gómez Rosa, Lila Zemborain, Roberto Echavarren, Octavio Armand, Pedro López Adorno, Raúl Barrientos) lo ha permeado.

Y, sin embargo, la suya viene a ser –en términos de precedentes–, una constelación escasa, pero eso sí: con bruscas efracciones: son esos saltos disociativos, dentro del mismo texto, sólo posibles en la poesía. En su universo antipoético, patafísico, hay una pretendida linealidad que, por ser producto de una autobiografía intelectual, resulta bastante sinuosa. La inteligibilidad parte aquí de la propia concreción de las palabras más que de su conjunción. Una estampida inmensa de cosas que decir quiere acercarse al agua para saciar su sed de tinta. Y en la caza del lector, que ya salió de casa, hay que elegir la presa. Y es entonces (un zarpazo, un ramalazo) que el bisonte del poema pasa, y una garra se le incrusta en el costado.

Procedimiento barroco pues, aunque barroco otro, más verraco: con B de bufo, de burlesco y de balcanización (lingüística). El barroco verraco es corrosivo porque no escribe en clave, pero mantiene el sentido en suspensión. No gorrino ni guarro: gongorino en cuanto a gesto. Lo neoberraco vendría a ser la salsa resultante del batido, más la eficacia lúdica, babélica de la posibilidad de signo en todos los niveles de lenguaje, cociéndose en la misma olla[iv], la sabrosura del sazón original[v] en espesor de ajiaco, y también su digestivo: «El café, que nunca se nos olvide, vence cualquier indigestión de mala poesía, y me salió en poema después.»

En una especie de Divina Comedia alucinante, despliega el paroxismo polifónico de la gran metrópoli donde Gajaka ha vivido por alrededor de cuatro décadas. Dicha Babel de hierro, en su frenesí perpetuo, está en una constante babelización. Y esta babelización se despliega en su poesía por medio de una extraña intertextualidad con el ámbito de lo no-escrito, no-textual: la oralidad matizada por lecturas. Neobarroco, Neoberraco, ¿Neobabelroco? Algo más que paroles et paroles et paroles y puro babelismo de estilo[vi]: el razonamiento abstruso del bebé esquizoide pregonado en el acápite IX del Manifiesto Neobarroco.[vii] “Después de Babel”[viii] se manifiesta ahora, en estas mismas páginas: de las vasijas del pensamiento griego al orientalismo a la filosofía contemporánea (Sócrates, un tokonoma, Michel Foucault); del arte popular al culto a Hollywood (La Lupe, Rimski-Korsakov, Citizen Kane). Abundamos (solo para la poesía) dice el colombiano.

Empero, también es transpoesía en la era de la post-palabra –Steiner, otra vez: transpoesía como elixir contra la “insuficiencia semántica”. Entre, a través, y más allá del trillo solitario por el que el niño va cantando para esquivar el miedo que el silencio impone con su manto. El poeta-niño[ix], en cambio, baila, porque entiende que la muerte del silencio es su ballet, será con su silencio vivo escondido. “Insensibles a la poesía elevada –escribió Michel Camus–, los hombres que viven en la superficie de la vida son incapaces de presentir el secreto del silencio vivo escondido en todo silencio de muerte” (Le Paradigme de la transpoésie / Paradigma de la transpoesía (París, Ed. Centre International de recherche et études transdisciplinaires, traducción de Vivian Lofiego, 2002)

Al igual que en sus performances de la Monroe en forma de plays poéticos, la verdad es que este libro de Gajaka es el tupido trazado de un ballet por los renglones, en el que cada línea opera como artefacto para oxidar la doxa, como una especie de dispositivo-Ashbery (salvo en sus elisiones): tomar la voz común, la voz enmadejada de Babel, y deformarla a ramalazos.

«Hay que pagar caro hacerse entender». Ese es, esencialmente, su cemento semántico.

[i] Cfr “The ascetic sensualists”, poema de John Ashbery incluido en The tennis court oath (1962).

[ii] “Pero, para el surrealismo, Lautréamont sigue siendo un pretexto para la inflación verbal”, Philippe Sollers, “La ciencia de Lautréamont”, en La escritura y la experiencia de los límites, Monte Ávila Editores, Caracas, 1976, traducción de Francisco Rivera.

[iii] Ver también, al efecto, Big Bang, de Severo Sarduy (Tusquets Editores, Colección Cuadernos Ínfimos 57, Barcelona, 1973), sobre todo la parte de las notas “Con la participación de:”, remate con el que hace que las citas se conviertan en parte integral de su poema.

[iv] Cazuela cultural es una traducción más cercana, palpable y digerible a la poesía del llamado Melting Pot, o “Crisol de culturas”, tan propio de Nueva York y otras metrópolis.

[v] “¿Qué quiere decir esta especie de goce en la pluralidad, bautizado ya casi unívocamente como «babelización», que vive el arte latinoamericano y su poesía –para apartarlos, por un momento, de la pretendida «generalidad babélica» del mundo?”, Eduardo Milán en “Tiempos que se alteran. Desde el presente, poesía latinoamericana”, en En la crecida de la crisis: ensayos sobre poesía latinoamericana, Centro Cultural Benjamín Carrión, Quito, 2013.

[vi] “A pesar de la advertencia de Mallarmé relativa al hecho de que la poesía se hace con palabras y no con ideas, el miedo a repetir temas marcó las conciencias de la promoción de escritores –sin distinguir entre prosistas y poetas– a la que pertenece Gómez Rosa [y, por tanto, Gabriel Jaime Caro, nota de LFB]. En la base de este miedo encontramos, por supuesto, el viejo fantasma romántico de la originalidad, pero también el valor de la forma como fetiche acuñado en la Modernidad –téngase en cuenta que la vanguardia se consumió prácticamente entera en una larga sucesión de babelismos de estilo.” Manuel García Cartagena en el prólogo a Coartada: el poema, de Alexis Gómez Rosa, Amargord, Madrid, 2020.

[vii] http://churrunguistunguis.blogspot.com/2016/02/manifiesto-del-neoberraco-escrito.html

[viii] Cfr, George Steiner, After Babel. Aspects of Language and Translation, Oxford University Press, 1975.

[ix] Cfr, Homero Aridjis, El poeta niño (FCE, México, 1971), sobre el que Jean-Marie Gustave Le Clézio escribe: “…el poeta -este «poeta niño», que es el único que todo lo ve, que todo lo percibe, hasta el terror, hasta el éxtasis- es el que abre el camino” en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/homero-aridjis-el-hombre-que-habla-con-los-angeles/html/85e19ecd-2e6f-49a1-8586-c4836985d3db_2.html