La llegada de un nuevo gobierno al escenario político nacional es el evento más trascendental, que registra el país desde que iniciara el siglo XXI, que quizás debutó realmente este 2020 – con la llegada del COVID-19 y las implicaciones y transformaciones en la vida socio económica y tecnológica del planeta.

Un cambio de presidente en época de pandemia, tras 20 años de mandato del PLD (considerado el gobierno más corrupto en la historia del país) ha generado muchas expectativas, demasiadas diríamos, si tomamos en consideración la dimensión de la crisis actual y el hecho de que los presidentes no son prestidigitadores, ni hacedores de milagros, aunque en este contexto se den roles mesiánicos.

Hoy la gente exige y espera cambios, transformaciones inéditas, en un escenario donde la corrupción es la piedra de toque de todas las acciones públicas y administrativas del Estado.

Tanto en la clase política, como en la idiosincrasia del dominicano, estar en el gobierno emerge como el escenario ideal para garantizar seguridad y éxito: esto se ilustra por la práctica política reciente, plena de corruptos exitosos – mal calificándose a aquellos que no se enriquezcan en el gobierno.

El Estado y las instituciones han estado inmersos en un discurso ético bipolar, donde todos parecen ser éticamente correctos e incontrolablemente corruptos; al mismo tiempo que cada cuatro años, al cambiar las autoridades, se apela a discursos hiperbólicos revanchistas, para enfrentar la corrupción, “caiga quien caiga” y hasta las “últimas consecuencias”.

Frente a la incapacidad de una clase política de servir sin servirse, sin obtener beneficios, pocos son los que superan la tentación de meter la mano en la cosa pública, que parece pertenecerles a todos, cual mujer pública al mejor postor. Lo público carece de arraigo: es de todos y de nadie. En ese sentido, cada quien tiene derecho a “tomar lo suyo”, sin consecuencias.

Muchos apuestan a que las nuevas autoridades ataquen las conductas depredadoras y conduzcan a la cárcel a los corruptos. Hasta figuras públicas han dado su ultimátum al gobierno que aún no se ha instalado, para recordarle que tiene que actuar ya contra la corrupción – olvidando que la clase política tiene secuestrada la administración pública, y liberarla será un proceso delicado, que exige participación y consenso de sectores claves de la sociedad.

Cabe recordar que las instituciones sociales marcan los individuos desde que nacen: la familia y otras instituciones van definiendo nuestro transitar por la vida, moldeando nuestra identidad y accionar, como lo han demostrado estudiosos como Michel Foucault, entre otros.

El secuestro de las instituciones es producto de las relaciones de poder que se han establecido y seguirán estableciéndose. Somos el producto de ese accionar, y la sociedad es el reflejo de esa institucionalidad perturbada.

Las alianzas políticas surgen antes de que los gobiernos se formen, y hacen que los mismos nazcan contaminados, al reafirmar todo aquello que se desea transformar. La disfuncionalidad del Estado atrae los fantasmas de conductas políticamente inapropiadas, para colocarse sin remordimientos en antiguas prácticas y recientes conductas aireadas, como si fuesen novedades en la sociedad del rumor.

Es necesario que el pueblo sepa lo que ha pasado: el desmonte institucional que vive el país, desde hace más de 20 años, no permite llevar a cabo grandes transformaciones, de un día para otro. Para cambiar la administración pública, es necesario generar una transformación en el estilo gerencial de la cosa pública, en la cultura organizacional, en las modalidades y percepciones del uso del poder – que nutre a la clase política y se mantiene en la ciudadanía no educada.

Cuando se denuncian las nóminas de las instituciones del Estado, la locura abultada de funcionarios y salarios, uno se sorprende mientras se dice ¿Cómo es posible que el consulado en Haití tenga 34 vice cónsules? ¿Que un despacho tenga 47 secretarias? Cuánta crueldad.

Pero es necesario saber que hay miles de aspirantes del nuevo gobierno, esperando que los nombren en una cantidad igual o superior a las que critican, hoy día – solamente por haber ido a un mitin, sacado un carnet de partido o firmado un documento diciendo que apoyaban al candidato.

Las transformaciones institucionales pasan por el ejemplo y la sanción; no basta la voluntad política. Hay que deshacer el entramado legal que beneficia a políticos, empleados públicos y clientes. Eso toma tiempo en sociedades “democráticas” desmontadas institucionalmente, y en manos de actores institucionales negados al traspaso, con o sin rendimiento de cuenta. Basta con ver los últimos aprestos de inauguraciones, declaraciones, pensiones, liquidaciones, despidos al vapor que llevan a cabo figuras desesperadas del gobierno saliente. Con una fuerte institucionalidad, eso no sería posible.

Mientras la clase política necesite un escenario manipulable del Estado, para realizar su gestión, no habrá ninguna institución libre de caer en manos de políticos desaprensivos. Será difícil, pero no imposible, que se realicen cambios y transformaciones sociales basadas en la real transparencia y necesidad del pueblo. Si no se procede a gobernar con autonomía, firmeza y lealtad hacia miles de votantes anónimos, llenos de expectativas, es seguro que las nuevas autoridades enfrentarán problemas de ingobernabilidad, temprano.