Para todo sistema de salud, es más importante prevenir que curar, lo cual se entiende mucho mejor en el marco de la pandemia de COVID-19.

En el caso específico de América Latina esta prevención está todavía muy cruda. Hasta hoy, 15 de enero, solamente 570000 personas han sido vacunadas, cuando ya en el mundo se han vacunado casi 36 millones.

Esta situación, que debería mejorar en los próximos meses gracias a la entrega de vacunas ya compradas y a la producción local, pone en evidencia grandes diferencias entre los varios países e impone una reflexión sobre todo a los de desarrollo intermedio, como República Dominicana y, en Centro América, Costa Rica y Panamá. No es un accidente que una producción autóctona de vacunas contra el COVID-19 haya sido posible solamente en cuatro países latinoamericanos.

Los datos cuantitativos y acerca de cómo esto haya sido posible merecen ser recordados.

Argentina y México producirán entre 150 y 250 millones de vacunas AstraZeneca. Para esto ha sido importante una financiación de la Fundación Slim. Los dos países se responsabilizarán de aspectos distintos del proceso. En Argentina, el laboratorio mAbxience, del Grupo INSUD, que interrumpió su producción de otros medicamentos, producirá la sustancia activa de la vacuna, mientras México, en el laboratorio Liomont, completará el proceso fraccionándola y envasándola. La vacuna, comercializada por AstraZeneca, será distribuida en América Latina, con la excepción de Brasil.

Brasil, en el Laboratorio Butantán del Estado de San Pablo, ha empezado a producir la vacuna Coronavac, versión brasileña de la Sinovac china. La meta es una producción de un millón de dosis diarias.

La hermana República de Cuba tenía importantes experiencias previas dado que produce localmente ocho de las once vacunas, parte de su Programa Nacional de Inmunización. Entre ellas están la para la hepatitis B o la meningitis tipo B. A través de la colaboración entre la empresa BioCubaFarma y el Ministerio de Salud Pública, Cuba tiene cuatro proyectos, uno de los cuales muy innovativo, dos en el Instituto Finlay, y dos en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología.

En el caso específico de República Dominicana, la industria farmacéutica ha experimentado un avance considerable en los últimos veinte años, sobre todo en la producción de medios de higiene y curación, medios de diagnóstico y medicamentos para usos terapéuticos

No es posible pretender, de por vida, que la prevención de este tipo de enfermedades dependa solo de la compra e importación de vacunas a las grandes transnacionales, y la experiencia actual comprueba la necesidad de priorizar el desarrollo autóctono de vacunas para evitar la propagación de enfermedades transmisibles y sus terribles consecuencias en la vida de cualquier país.

Es tiempo de pensar qué se debe hacer en República Dominicana para fabricar nuestras propias vacunas en un plazo razonablemente corto.

Hoy estamos viviendo la pandemia de la COVID-19, que agarró desprevenido al mundo, pero cuestión de tiempo para que otros agentes infecciosos como virus o bacterias puedan surgir en el futuro. En ese sentido hay que empezar a prepararse a corto y mediano plazo para afrontar estos problemas sanitarios que, como el actual, tienen consecuencias nefastas en la economía, alimentación y la educación, entre otras.  Aunque no es una tarea fácil, otros países del área lo han logrado, aunque sea de forma parcial. Para ello se requiere de un Programa Estatal que asuma la producción nacional de vacunas (no solo la de la COVID-19) como una prioridad para prevenir la aparición de otras enfermedades transmisibles.

Por lo general, hay varias razones por las cuales, en América Latina y el Caribe, el sector farmacéutico privado ha dejado en manos del estado la producción de productos biológicos: a) alto costo, tanto de la inversión inicial, como del propio costo de producción, con márgenes de rentabilidad generalmente bajos, y alta complejidad técnica, que requiere de recursos humanos muy especializados y de instalaciones complejas que cumplan con los requisitos de las Buenas Prácticas de Manufactura, como exigen todas las agencias sanitarias, a nivel mundial, para la distribución y aplicación de vacuna, b) la economía de escala de la producción de vacunas, para garantizar unos costos medianamente aceptables, requiere una logística de abastecimiento que, en las condiciones de países no desarrollados, es bastante compleja, aunque no imposible de alcanzar y c) quizás la más importante, una infra-estructura de investigación-desarrollo alimentada constantemente por los avances mundiales que se van obteniendo en la producción de vacunas.

Países que anteriormente habían alcanzado un papel importante en la producción de vacunas, como Colombia, en la práctica dejaron de hacerlo. ¿Por qué? Porque no pudieron adaptarse a los cambios tecnológicos para obtener vacunas más eficientes, que requerían de inversiones sustanciales, y por la aparición de nuevas tecnologías (entre ellas la del ARN recombinante, como la del COVID-19), que hicieron obsoletas las obtenidas con las viejas tecnologías.  Es decir, no es concebible pensar en el establecimiento de una producción nacional de vacunas si detrás de ello no se encuentra un fuerte y sostenido Programa de Investigación-Desarrollo, al más alto nivel de prioridad estatal, con fondos públicos y privados.

En el caso específico de República Dominicana, la industria farmacéutica ha experimentado un avance considerable en los últimos veinte años, sobre todo en la producción de medios de higiene y curación, medios de diagnóstico y medicamentos para usos terapéuticos, lo que le ha permitido abastecer una parte importante de las necesidades de estos productos en el sistema nacional de salud pública.  Sin embargo, su papel se ha visto reducido prácticamente a cero cuando se trata de la producción de productos biológicos, dentro de los cuales se encuentran las vacunas.

No resultaría descabellado pensar que una producción nacional de vacunas  es posible si se logran dos alianzas, importantes como muestran los ejemplos recordados: la primera a lo interno, entre el sector productivo estatal, que debe trazar las prioridades en la producción nacional de vacunas a partir de los lineamientos del Ministerio de Salud Pública, y aportar fondos importantes para la inversión inicial, y el sector productivo farmacéutico privado, que debe aportar su experiencia técnica y una parte de los fondos necesarios para implementar las facilidades requeridas para la producción de vacunas.  La segunda es a lo externo, con países del área (por ejemplo, el Sistema Integrado de Centroamérica-SICA-, del cual forma parte República Dominicana), que puedan integrarse quizás a un Programa Regional Integrado de Producción de Vacunas y aportar recursos, humanos y financieros, para lograr dicho objetivo, donde el apoyo y asesoría de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) sería un factor muy importante.  No se debe dejar pasar por alto la posibilidad de aprovechar para esta colaboración regional la experiencia alcanzada por la hermana República de Cuba, que, por los criterios que la han orientado, podría ser importante para el desarrollo de la producción de vacunas en el País.

Para muchos escépticos, quizás lo dicho sea una utopía tropical, para los optimistas, como nosotros, se trata sólo de poner en claro que existe un camino posible para mejorar los índices de prevención de salud en República Dominicana.  Todo camino empieza siempre por el primer paso.  Tengamos la audacia, el sentido común y el valor de dar ese primer paso…