Conozco a una gran cantidad de conservadores y tradicionalistas con una fina y desarrollada percepción de cambio que adoptan como un objetivo de sus vidas, y a un número mayor de individuos supuestamente baluartes y protectores de eso que llaman “ideas de vanguardia”, total y absolutamente desprovistos de compromisos con la sociedad en la que viven.

Por eso he sostenido siempre que si los cubanos se dieron una revolución a partir de enero de 1959, esa revolución ha tenido lugar  efectivamente en cada hogar de una familia cubana precisada a construir con el esfuerzo y el sudor de su trabajo un porvenir digno para su familia, en tierras lejanas que ya pudieran ser la propia por los duros años de exilio. En la isla, atrapada en las redes de un sueño trunco, la revolución pereció el mismo día en que las ambiciones de un solo hombre dejaron en cada rincón de Cuba las raíces de la peor tiranía de su historia.

La  verdadera revolución, la que los ha emancipado del terror y la humillación, la han hecho millones de cubanos  en el exilio, no los Castro en Cuba. Por cinco décadas y media, poco más de dos generaciones de cubanos nunca han conocido realmente lo que una vez les pareció el comienzo de una era de prosperidad y libertad. La ilusión del paraíso prometido ha sido apenas otra cruel modalidad de tiranía, que los ha hecho volver medio siglo después  muy atrás del lugar donde ya estaban.

La más deprimente demostración de ese gran fracaso ha sido el tener que permitir a sus ciudadanos la posesión de un pequeño negocio en sus patios, para preservar así el mundo de mentiras que fue siempre no una revolución sino una cruel dictadura personal, que  cincuenta años después todavía encarcela y exilia el menor asomo de independencia o reclamo de libertad.

La más cerrada gerontocracia latinoamericana sobrevive aun por la ayuda foránea. Primero por la soviética, luego por la chavista y ahora por la del odiado imperio del norte.