Plausible el anuncio del Gobierno, el miércoles 18 de mayo, sobre el inicio el domingo 22 de un programa mediante el cual sus funcionarios irán a las provincias para dialogar con los ciudadanos acerca de las necesidades comunitarias y las obras en ejecución.

Pero tales conversaciones han de ser sinceras y traducidas en hechos de interés colectivo a corto plazo, si las autoridades pretenden distanciarse de la vieja demagogia política que ha viralizado la desesperanza en esos pueblos.

La deuda social acumulada en aquellos trozos del territorio es inmensa. En realidad, las 31 demarcaciones con esa categoría son la cenicienta del Estado dominicano. Unas más, otras menos, pero siempre en la cola, relegadas hasta la humillación. Nada más injusto, pues, aportan la riqueza para la existencia de la capital y los capitalinos.

Baste ver el ferroníquel de Monseñor Nouel; el oro de Sánchez Ramírez; el arroz y el cacao de Duarte y María Trinidad Sánchez; los bananos de Montecristi y Valverde; los plátanos y la yuca de Espaillat; el turismo de Puerto Plata y La Altagracia; los mangos y los aguacates de Peravia y San Cristóbal; los vegetales de Ocoa; los plátanos de Barahona y Azua; las habichuelas de San Juan; la bauxita y la caliza de Pedernales.

Muy poco les devuelven, a cambio. Las provincias sí son millonarias en precariedades. Los servicios básicos de agua, electricidad y salud son impredecibles. Las carreteras, calles y caminos parceleros semejan paisajes de cráteres. La escasez fuentes de empleos raya en la vergüenza. Crece la falta de viviendas dignas. Las instalaciones deportivas viven abandonadas. Los lugares para el entrenamiento sano están en extinción… Como consecuencia de su vulnerabilidad, los vicios y la inseguridad ganan terreno a velocidad meteórica.

Nuestras provincias son especies de Macondo. Merecen atención especial sostenida para devolverles un poco de lo que durante décadas les han quitado.

El más reciente Consejo de Gobierno ampliado, que aprobó el envío de los funcionarios, debe de tener un diagnóstico más acabado sobre el estado de abandono de las provincias. El Ministerio de Planificación y Desarrollo ha trabajado en esa dirección. Al menos eso ha hecho en la región Enriquillo (Barahona, Independencia, Baoruco y Pedernales).

Así que, con insumos frescos a mano, los ministros y directores generales que harán los periplos, tendrán la gran oportunidad de realizar reuniones cortas y productivas con soluciones inmediatas.

Esos operativos podrían paliar un poco la situación. Cierto, siempre que lean prácticas; sin embargo, quedarán lejos de responder al mal de fondo que ha hundido en el atraso a los pueblos. Y en eso sí hay que pensar en serio.

El modelo de planificación instaurado en el país lo concentra y lo centraliza todo en la metrópoli. O sea, las comunidades carecen de capacidad administrativa y toma de decisiones. Hasta para mover un dedo, sus “autoridades” deben viajar a pedir permiso a la urbe, donde -se considera- habitan los cerebros pensantes. Y eso es pernicioso hasta el tuétano.

En términos de desconcentración y descentralización, el Estado está en deuda con las provincias. Y debe comenzar a pagarla, amén de la asistencia puntual anunciada el miércoles por el presidente Luis Abinader.

En algún momento hay que comenzar a permitir el empoderamiento comunitario, para que la gente sea artífice de su destino.