Resulte grato o no reconocerlo, lo cierto es que el país, hasta la llegada del Covid-19, vivió un largo periodo de estabilidad macroeconómica, con un minúsculo nivel de inflación, que fortaleció la confianza en el clima de negocios en todos los órdenes.  Alentados por una estabilidad cambiaria que apenas se movió dentro de un estrecho rango, la mayoría de las empresas se endeudaron en moneda extranjera. El virus plantea ahora mucha incertidumbre. Propuestas de cambios bruscos en la política económica pueden erosionar esa atmósfera de confianza que ya la pandemia ha erosionado. El resultado sería una situación de inestabilidad, pérdidas cuantiosas, mayor desempleo y la ruina de muchos negocios, con derivaciones fáciles de prever.

Los periodos electorales suelen ocasionar situaciones de incertidumbre y desconfianza, especialmente si las perspectivas de cambio político auguran modificaciones radicales en las políticas económicas. Como demuestra la experiencia, no es preciso que las reglas en esa dirección cambien. Basta que cuelguen como un recordatorio de lo que vendría en el futuro.

Es un error criticar lo que funciona desafiando las leyes de la economía y la importancia de preservar  su estabilidad, sólo porque se pretenda ser distinto. A menudo esa obsesión es el camino más seguro y directo al fracaso político. Si bien el tema de la economía fue un tema dominante del debate electoral, ya las elecciones forman parte de nuestro pasado y lo importante ahora es pensar en el mañana. No es estéril recordar que la estabilidad depende de cuánto y hacia dónde  se mueva el péndulo de la balanza.

El país que se conoce en campaña, no es el mismo que el triunfador encuentra en el palacio nacional. La realidad condiciona y obliga a convivir con ella.