«Encontraremos formas de cooperar para evitar desastres y crear un mundo mejor, todavía podemos. O llevaremos el experimento humano a un final sin gloria». Noam Chomsky

La Inexistencia de un régimen estatal que tenga como fin, la filtración, fiscalización y detención con mecanismos legales y democráticos del contenido morboso vertido a través de las plataformas denominadas digitales, nos está descarrilando, desgraciadamente, hacia un estercolero moral que aparta a nuestros niños, adolescentes y jóvenes de los valores que forjan una sociedad cimentada en las mejores prácticas humanas. Esto es a tal punto que se les hace imposible distinguir la línea que divide lo posible de lo prohibido en el espacio que les atañe como plataforma.

Constantemente somos víctimas o victimarios de un sistema que, disque por ser canalizador de las libertades individuales expresadas en normas supranacionales, nuestro Texto Sustantivo, y las leyes adjetivas, suprime y transgrede espacios destinados a la convivencia armónica de las familias, así como, la composición pacífica que se espera de las buenas relaciones sociales como método más efectivo de representación del pacto social que nos hace diferentes frente a otros animales. Libertades escamoteadas por grupos influenciadores de lo más perverso que el hombre pueda imaginar, del que extraen beneficios económicos astronómicos, haciéndonos perder lo más valioso… el futuro.

De ahí que, la mayoría, prefiera utilizar mecanismos de supervivencia económica estableciendo como primer recurso, la exposición de imágenes y sucesos desagradables en los que la degradación humana es la atracción por excelencia de unos usuarios cada vez más adictos a las redes sociales. La burla, el irrespeto, la desconsideración a los mayores, el desafío a padres, maestros y la inobservancia de las normativas, son caldo de cultivo en la proliferación de mensajes indecorosos, diseñados para mostrar lo peor de nosotros. Todo ello, bajo el amparo de una libertad de expresión pocas veces entendida por quienes esbozan sus derechos, violentando los ajenos.

«La hipercomunicación, el ruido de la comunicación desacraliza, profana el mundo» plantea elegantemente el filósofo modernista Byung Chul Han, preocupado por el exceso de pornografía comercial a que estamos siendo sometidos mediante el universo informacional digitalizado. Esa vulgarización mecánica de la realidad liquida la sociedad que, desemboca, sin lugar a dudas, en la producción de antisociales virtuales dispuestos a cualquier cosa con el fin único de conseguir visualizaciones, interacciones y Me gusta. Y, de esta manera, validarse en la comunidad internauta, reproductora y consumidora de la carroña digital.

Valdría la pena entonces, que este gobierno, nuevo, diferente y mejor en todas sus partes que los anteriores, con un presidente preocupado por el rumbo que llevan nuestros barrios, se proponga buscar una salida definitiva a este atolladero social. Es pertinente, que se busquen los mecanismos para detener la atrofia de un conglomerado con su escasa valoración de los daños a los que está siendo sometido. Que se cree una norma robusta para proteger un submundo incapaz de diferenciar cuando sus actos riñen contra la dignidad de sus iguales, si están siendo vulnerados sus derechos o si, por el contrario, agrede la moral y las buenas costumbres vigentes.

En nuestras manos está, con la intervención normativa del Leviatán, crear una sociedad parecida en su forma a aquella que muchas veces anhelamos regresar. Cambiar el rumbo de un pueblo exculpado no por ser inocente, sino más bien, por haber sido esclavo de constantes abusos, de una educación diseñada para el borreguismo, del desahucio eterno de los gobiernos y de un modelo de nación que segrega de entre los suyos, a los que no tienen el privilegio de haber nacido en cuna de oro.

Definitivamente la cooperación entre políticos, empresarios, religiosos, la fuerza monopólica tuteadora de la ley y los mal llamados grupos sociales son la vía más próxima que tenemos para diseñar pautas conductuales dirigidas específicamente a la determinación de los modos de convivencia establecidos en las redes sociales. Todavía podemos, al margen de los prejuicios sociales, raciales o de carácter económicos, revertir esta desgracia que nos acerca poco a poco a un país sin reglas ni ciudadanos éticos que prevalezcan por la continuidad de su nación.