“El merengue fue –y sigue siendo, aunque en menor medida– el símbolo nacional por excelencia”. (Fernando Valerio Holguín)

Desde su título, este poema ofrece una pista, una sugerencia del tema o del contexto sociocultural que abordará. Un paisaje puede estar en cualquier parte, pero el merengue es un ritmo y baile únicos, y es expresión inconfundible de una cultura: la cultura del pueblo dominicano.

Tras el título, que como ya vimos aporta información para anticipar el contenido del texto, desde la primera estrofa se refuerza esa localización espacial en que fundará el poema su propuesta temática. El acto de nombrar elementos que forman parte de la sociedad y la historia caribeñas es una señal clara: islas, huracanes, caña, negro, merengue, cuatrocientos años (archipiélago, fenómeno atmosférico propio de la zona, uno de los cultivos principales, tipología racial dominante, ritmo musical identitario, los cuatro siglos transcurridos después de la llegada de Colón a América). Esos elementos reunidos proyectan la idea de un espacio y un conglomerado social muy específicos: el territorio y el pueblo dominicanos.

Desde su primera estrofa, llama la atención el uso de términos relacionados con el color oscuro: los sustantivos noche, sombra, caoba y tamarindo, y los adjetivos negro y oscuro. Todo ello, más otras señales que irán apareciendo en la medida en que avanzamos en la lectura, nos llevan a pensar que el poeta se propone un fin muy concreto, y ese fin concreto tiene que ver con la identidad dominicana, no la oficial impuesta desde los sectores dominantes, que siempre ha sido sesgada y artificiosa, sino la verdadera identidad, basada en la realidad socio-racial del pueblo dominicano. Por eso, pronto nos damos cuenta de que la elección de esos nombres y adjetivos que resaltan el color oscuro no resulta casual. Como no lo es el ritmo de fondo (que nos parece ir escuchando mientras vamos leyendo el texto), un género musical que es parte esencial de la dominicanidad.

Franklin Mieses Burgos, Máximo Avilés Blonda, Germán Ornes, Maricusa Ornes, Héctor Campos Parsi, y Manuel Rueda, 1962.
Franklin Mieses Burgos, Máximo Avilés Blonda, Germán Ornes, Maricusa Ornes, Héctor Campos Parsi, y Manuel Rueda, 1962.

Pero el poeta no sólo aborda el tópico de la identidad. También denuncia la tragedia histórica de un pueblo que por más de tres siglos padeció amargos sinsabores e incertidumbres, producto de un colonialismo pobre e inestable, en que pasaba de una potencia a otra y en que las amenazas y ataques fueron dejando su triste secuela. Luego, una historia republicana bastante accidentada, llena de luchas intestinas, gobiernos tiránicos y entreguistas. Y ni hablar de la constante amenaza imperial: España y Estados Unidos, principalmente, pero sin excluir a otras potencias de Europa, siempre pretenciosas de hacer valer intereses y exigencias por medio de sus cañones (Alemania, Inglaterra, Francia). El historial sociopolítico es realmente catastrófico: sobresalen los gobiernos despóticos y escasean los regímenes democráticos, pues los proyectos liberales naufragaban bajo la embestida de los grupos conservadores, que eran más fuertes. Y todo ello se acentuaba en el preciso momento en que el poeta escribía su texto (1944), cuando se conmemoraba el primer centenario de la fundación de la República, y cuando el pueblo dominicano padecía la más implacable de sus tiranías, la de Rafael Trujillo. Por eso, el poeta nos habla de un llanto de cuatrocientos años. Cuatro siglos de infortunios que desembocaban en tan feroz dictadura.

Esos cuatro siglos de profundos quebrantos están simbolizados en el poema por medio de referentes muy específicos: un cielo terrible, sembrado de huracanes; la caña, calificada como amarga; la escasez de lluvia, que redunda en una agricultura pobre, al depender de las contingencias del tiempo, y esa agricultura precaria se convertía en pobreza alimentaria. Hasta los labios son vistos por el poeta como una vieja herida, donde las palabras no se articulan, sino que se desangran. Decir esto último, era ya una osadía, pues aunque no se habla de manera explícita, sugiere la idea de derramamiento de sangre, de crimen. En plena dictadura trujillista era un desafío. Veamos esa primera estrofa:

Por dentro de tu noche
solitaria de un llanto de cuatrocientos años;
por dentro de tu noche caída entre estas islas
como un cielo terrible sembrado de huracanes;
entre la caña amarga y el negro que no siembra
porque no son tan largos los cabellos del agua;
inmediato a la sombra caoba de tu carne:
tamarindo crecido entre limones agrios;
casi junto a tu risa de corazón de coco;
frente a la vieja herida violeta de tus labios
por donde gota a gota como un oscuro río
desangran tus palabras,
lo mismo que dos tensos bejucos enroscados
bailemos un merengue:
un furioso merengue que nunca más se acabe.

Y es en medio de esa difícil situación, vieja y actual al mismo tiempo, que el poeta invita a bailar un merengue, el merengue que a todos convoca y reúne, como símbolo indiscutible de la dominicanidad. Pero no se trata de un baile relajado. Bailar ese merengue significa adoptar para siempre una postura desafiante, por eso habla de un furioso merengue, y compara ese baile con la posición de dos bejucos tensos que se enroscan. Bailar ese merengue es, pues, asumirse plenamente dominicano, con todas sus consecuencias, buenas y malas, y asumirlo de manera definitiva (“un furioso merengue que nunca más se acabe”). Equivale a posesionarse de manera definitiva del sentido de pertenencia, y celebrarlo. Ello exige firmeza, coraje, pues hay fuerzas que tiran hacia una posición contraria: la asunción y mantenimiento de una falsa conciencia identitaria. Recordemos que la concepción trujillista de la dominicanidad operaba a partir de una visión del sujeto dominicano como un individuo de raza europea (fundamentalmente española), con algún cruce aborigen, del que surgía un mestizo que en lenguaje dominicano se convirtió en “indio”. En el aspecto religioso, al dominicano se le vinculaba exclusivamente con el catolicismo. Esa concepción racial y cultural dejaba fuera al mulato y todo el legado social y cultural de origen africano. Un sesgo inexcusable. Paisaje con un merengue al fondo iba en dirección opuesta. Es, pues, un poema provocador y desafiante.

En el texto concurren dos voces y dos discursos antitéticos. Aunque, para ser más exactos, no se trata de dos voces distintas, sino de una voz que se desdobla en dos: una principal que invita a asumir la real identidad que nos define y nos configura como un pueblo único; y otra que, a través de interrogaciones, va haciendo un recuento de los diversos prejuicios con que muchos de nuestros intelectuales nos han calificado (y aquí es inevitable no pensar en intelectuales como José Ramón López, Américo Lugo, Francisco Henríquez y Carvajal, Moscoso Puello…). Entre ambas voces se produce un verdadero contrapunteo, pues a esa segunda voz, que podríamos llamar la voz de los prejuicios, le responde la primera, no negando lo que aquella plantea en sus interrogantes, sino retomando la invitación a bailar el merengue:

-¿Que somos indolentes? ¿Que no apreciamos nada?
¿Que únicamente amamos la botella de ron,
la hamaca en que holgazanes quemamos el andullo
del ocio en los cachimbos de barro mal cocidos
que nos dio la miseria para nuestro solaz?

Puede ser; no lo niego; pero ahora, entre tanto,
bailemos un merengue hasta la madrugada,
entre ajíes caribes de caricias robadas,
cabe cielos ardidos de fuego de aguardiente,
bajo una blanca luna, redonda, de cazabe.

Que ya me están urgiendo de caminos reales
los nísperos canelas de tus propios racimos,
y no sé de qué soles tropicales me vienen
todas estas violentas viscerales urgencias
de querer cimarronas morbideces de sombras.

Como puede observarse en los versos precedentes, mientras la voz de los prejuicios evoca odiosos calificativos atribuidos al pueblo dominicano, como indolentes, holgazanes y bebedores, la otra invita una y otra vez a bailar el merengue, y en su invitación va enumerando aspectos característicos (frutos, cultivos y productos típicos: ají caribe, aguardiente, cazabe, níspero) de nuestro pueblo. E insiste en la condición violenta que deberá asumir la identidad: “todas estas viscerales urgencias / de querer cimarronas morbideces de sombras”. El adjetivo cimarrona, tan ligado a la resistencia en el período colonial, ya de por sí implica una connotación de rebeldía: la insurrección de los negros para conquistar su libertad y otros derechos. Así que bailar ese merengue que es pieza clave en nuestra identidad constituye una rebelión, una cimarronada.

Pero la otra voz, la vieja voz de los prejuicios acumulados a lo largo del devenir histórico, es imparable. Continúa citando su rosario de descalificaciones, entre ellas la de que el dominicano es un individuo extremadamente violento:

-¿Que hay muchos que aseguran
que aquí, entre nosotros,
la vida tiene el mismo tamaño de un cuchillo?

Asimismo, saca a relucir que somos amantes del jolgorio e indisciplinados, insinuando que solemos descuidar nuestras responsabilidades laborales para distraernos en fiestas y parrandas:

¿Que nuestra gran tragedia como país empieza
desde cuando aprendimos a tocar el bongó?
¿Que el acordeón y el güiro han sido los peores
consejeros agrarios de nuestros campesinos?

Y nuevamente el poeta acalla esas descalificaciones retomando su exhortación:

Puede ser; no lo niego; pero ahora, entre tanto,
bailemos un merengue que nunca más se acabe,
bailemos un merengue hasta la madrugada:
que un hondo río de llanto tendrá que correr siempre
para que no se extinga la sonrisa del mundo.

A través de los dos últimos versos de la estrofa anterior, la voz poética nos recuerda que la libertad y los derechos tienen un precio, que hay que pagar con sacrificios y dolores el bienestar que anhelamos. Por otro lado, el poeta nos recuerda que el machete, que ha funcionado tanto como instrumento de labranza, también ha sido una herramienta eficaz en nuestras gestas libertarias, ayudando a escribir espléndidas páginas de heroicidad y gloria:

-¿Que el machete no es sólo en nuestras duras manos
un hierro de labranza para cavar la tierra
pequeña de conuco, sino que muchas veces
se ha convertido en pluma para escribir la historia?

La voz poética que incita de manera constante a bailar el merengue, que como ya vimos no impugna los prejuicios con que históricamente hemos sido calificados, esquiva la participación en ese debate que pertenece al pasado. En lugar de eso nos exhorta a que dejemos eso atrás y comencemos a partir de ahora a reevaluar lo que verdaderamente somos, partiendo de la totalidad de elementos que definen nuestro ser, sin exclusiones caprichosas. Esto es, desenfocar y desprejuiciar la mirada, para que pueda abarcar la totalidad de lo que somos. En esa mirada totalizadora cabe lo blanco, lo negro, lo aborigen y no queda fuera ninguna expresión cultural. Entonces habría que hablar del legado español, del legado africano y del legado aborigen. Y dejar de dirigir la mirada hacia la zona fronteriza cada vez que se habla de los negros. En ese sentido, el poeta fue muy específico cuando habló “del negro que no siembra porque no son tan largos los cabellos del agua”: no se refería al que habita allende la frontera, ni al que llega desde ese otro lado, o de otras islas, o de tierra firme, sino al hijo natural de esta tierra que alberga al pueblo dominicano. Naturalmente, es muy fácil decir esas cosas ahora, pero no en el tiempo en que Mieses Burgos escribió el poema, pues lo que el texto proponía simbólicamente contravenía el discurso oficial cerradamente hispanófilo.

El yo poético no se conforma con proponer un proyecto a largo plazo, sino que sugiere la idea de una ruptura inmediata con esa falsa identidad, ese espejo deformado y deformante que era preciso romper desde ese mismo momento:

ahora te daremos otras maternidades
fecundas de distintas raíces verticales.

Ese inconfundible ahora plantea una resolución inmediata encaminada a incorporar “otras maternidades”. Si la tradición hasta ese momento fundaba el origen del pueblo dominicano exclusivamente en España (la “Madre Patria”) y un poco en la raza aborigen, hablar de otras maternidades presupone la incorporación de la otra vertiente originaria faltante: la raza negra africana.

El poema cierra con la reiteración final del llamado a bailar el merengue:

Bailemos un merengue que nunca más se acabe,
bailemos un merengue hasta la madrugada:
el furioso merengue que ha sido nuestra historia.

Aquí nuestro ritmo funciona como metáfora de nuestra historia. Y es que el merengue, ese híbrido que integra instrumentos de las tres razas que coexisten en nuestros orígenes, al igual que nuestra independencia, nació en el siglo XIX, y fue evolucionando paralelamente a los acontecimientos políticos y sociales que han marcado nuestro devenir. En el merengue están cifradas las más auténticas expresiones de la dominicanidad: el ritmo y la sensualidad de nuestras mujeres, la alegría desbordante (pero también las penas más sentidas), el triunfo de nuestras gestas emancipadoras…, en conclusión, las aventuras y desventuras de esa identidad en permanente construcción que configura el ser dominicano.

Paisaje con un merengue al fondo es un poema revolucionario: constituye una fisura al discurso oficial de la dominicanidad. En nuestra opinión, su propuesta mantiene aún toda su vigencia, pues a pesar de que han transcurrido 76 años de su escritura, los dominicanos seguimos definiéndonos como “indios” y pensando que los negros son los otros, los que vienen del otro lado de la frontera. La hispanofilia continúa condicionando la forma en que nos percibimos y nos proyectamos hacia los demás. Y, por otra parte, si bien hemos ido remediando algunos de nuestros males más dolorosos, esos por los que el poeta habla de “un llanto de cuatrocientos años”, los retos que tenemos por delante son muchos. Hemos superado ocupaciones extranjeras, revueltas civiles, regímenes autoritarios, algunas imposiciones imperiales… Con ese mismo espíritu resuelto y combativo debemos seguir enfrentando a cuanto se oponga a la realización de nuestros legítimos ideales cívicos. Ello va en consonancia con el espíritu del poema. Por lo pronto, hoy como ayer, hagamos lo que nos aconseja el poeta: bailemos un merengue que nunca más se acabe.